Pelado Botón

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Todos los varones somos reducibles a alguna forma de calvicie. Un peinado es, profundamente, la elegancia con la que un hombre va capitulando su terruño de pelo. Vestir la sesera, darle un diseño: decorarla y cocorear. Ser varón. Los sesos son también el juicio, claro, y el juicio es un tormento de hombres. Siempre tenemos miedo a perderlo, lo tratamos con el mismo celo y reverencia que al colgante de la entrepierna. Renegamos entregarlo o lo entregamos con la hostilidad y el zafarrancho de la impotencia. La sexual también. Las guerras son un problema de retención de la razón y las empiezan los que se convencen de que nunca van a quedarse pelados. Ésa es la necedad que los reúne y siempre llevan pésimos peinados. Napoleón, Hitler, Kim Jon-Un: todos portan un adorno deforme en la cabeza. Batidos de Candy, un pan de manteca mal devastado. Los reúne la ética del que no puede dejarse morir, el undead. Porque quedarse pelado es morir un poco, pero no del todo. Es una tragedia. Como la del Coyote, donde la catástrofe es que nunca se muera. Aunque son hombres malogrados, sus peinados muestran la verdad que nos atraviesa a todos: cómo componer lo que en una vida irremediablemente se pierde.

Es el paso del tiempo, pero el paso del tiempo es la médula de la masculinidad, es su quid. La generación que nos sucede, la que nos va a sepultar, lo tiene mucho más resuelto que la mía. Son verdaderos hombres que aprenden a peinarse desde niños. Cultivan un saber sobre cómo llevar con onda ese caramelo que se les derrite. Es el momento cuando hay que frenar todo y escuchar la moraleja, el know how definitivo, que nos lega Justin Bieber. Lo que condensa su obra y salva a toda una generación es que les da un peinado. Uno piola. Porque todos los hombres nos derretimos; en nuestra época, con velocidad, pulido y pendiente.

Pero ¿qué es un hombre entonces? ¿qué queda? Un hombre es un impostor. No mucho más. Ahí donde alguien afirma serlo no puede más que falsear. Es un oropel. Un obstinado que no entrega el juicio, que se mal-peina en relación a su calva y en esto resiste con mejor o peor honra la pavimentación del tiempo. Queda saber peinarse. Es lo único que un verdadero hombre puede hacer con su intervalo en la tierra. Peinarse y esperar la suerte: una mujer o la muerte. El tiempo, como hecho del juicio, su uso, es una quimera de hombres. A una verdadera mujer el tiempo le resbala. Con la edad, cada vez les importa menos. Lo pueden usar, lo pueden perder: saben que la diferencia es una estafa. Pueden tejer una bufanda infinita. Tejer no es joda. Tampoco el bucle de pintarse y despintarse las uñas. Por eso la solución al encuentro entre un hombre y una mujer es eliminar al hombre. Al menos dejar de ser hombre así, dejar de obstinarse creyendo que uno no va a quedarse pelado. Despertarse del sueño donde habría hombres pelados y otros que no: todos son una variedad de aquél. Es lo que dictan los tiempos. La lucha por la igualdad de género (la inconsciente, no la edulcorada) camina hacia volver al varón una antigualla prescindible. La igualdad siempre aplasta algo, ¿por qué no aplastar al hombre? Deponer la artillería masculina, entregarse a la mística, al discurrir delirante que ocurre al sacar la razón del medio. Dejar de tener razón, dejar de querer tenerla. Perder dignamente el pelo. Entonces el encuentro es condenadamente imposible, ésa es la respuesta. Desbarrancar, vivir en el éxtasis ascenso-descendiente de la locura resultante. Puede ser estimulante, o un horror. Hacer del peinado un arte decadente, algo que siempre fue, pero asumirlo con rigor político. Expropiar Hair Recovery con fondos del Anses, hacerle un lindo logo: Hair Unrecovery.

Ahora a nuestro reduccionismo: todo hombre puede definirse por su estilo de desguace capilar. Aún Hendrix. Si rastrean con este mal ánimo van a comprobar cómo se da muerte al verificar la caída irreversible de su virulana. Se ampara en la sobredosis, porque no soporta el desierto. En este sentido, todo hombre está habitado por un adelantado que funda piel y, en el mismo acto, depreda la melena. Hay un Pedro de Mendoza enloquecido, sifilítico, avanzando en la cabeza de cada cual. Peinarse es una resistencia Querandí. Y aún los Querandíes tenían Pedros de Mendoza jodiéndoles aquel pelo glorioso. Así conviene definir a un hombre, por esa suerte, es un acierto. La personalidad no es otra cosa que un hombre tambaleando frente a su pelo en el tiempo. Bajo esta premisa es preciso empezar un catálogo. Así, Majul: avance del 10% resuelto en tocado de rulos al spray, renegación roedora; Trump: adorno capilar batido a punto nieve; Valderrama: gloria eterna a Jesucristo nuestro señor; Vilariño: claudicación, huida y pista de aterrizaje remanente.

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