La página no pudo terminar con un final feliz, pero estuvo escrita con tintas de gloria. ¿Por qué? Porque, de principio a fin, en la fortuna y en la adversidad, este equipo del Fiti Estrada jamás renunció a su estilo de pelota a ras del piso, de toque corto y de movilidad permanente en busca de los espacios. Jugó todo el segundo tiempo con un hombre menos, perdió a su único volante de marca y jamás dio un paso atrás. Siempre fue al frente en busca de descontar el 0-2 de la ida y lo consiguió con solidez, encerrando al rival en su propio campo de juego. Fue capaz de reponerse a tantas adversidades a lo largo del torneo que supo como hacerlo una vez más.
La derrota 4-3, con remates desde los doce pasos, tras vencer con goles de Juncos y Zandanel (hizo un master en guapeza), desató el delirio aurinegro y la desazón azulgrana. Nadie, ni el más pesimista hincha local pensaba en que después de semejante remontada se podía perder. Pero los penales son otra cosa. Una lotería. O una rueda de la fortuna. Lo que usted prefiera. Y ahí fallaron los pibes. Cayeron ante la experiencia del “Payaso” Aráoz, quien hizo todo bien a lo largo de estos dos partidos y ayer tuvo una tarde inolvidable. Garro controló los dos primeros penales de la visita y parecía que la definición no iba a durar demasiado, pero desde los doce pasos no hubo precisión y los más jóvenes sintieron los nervios por todo lo que se jugaba.
Durante los 90 minutos fue mucho más Andes Talleres. Más allá de carecer de precisión en los metros finales, encontró por las bandas la forma de intentar lastimar. Faltaba juego interior y con la infantil expulsión de Méndez (estaba amonestado y golpeó a un rival frente al árbitro) se incrementó esa deficiencia. “No soy un técnico que sepa defender”, se define así mismo Estrada. Y ayer quedó claro. Siempre, más allá de tener uno menos, de ciertas imprecisiones en la salida, de convivir permanentemente con el riesgo de errar por las circunstancias que atravesaba, fue al frente. A veces se expuso a contragolpes que la visita no aprovechó por esa la misma mezquindad con que llegó a jugar este encuentro de vuelta, pero dejó en claro que la idea no se negocia. Ese quizás allá sido su más grande triunfo.
El rival, apremiado por no tener la pelota, creyendo que el resultado de la ida era definitivo, apostó a dejar pasar los minutos y a defender bien metido en su propio campo. Se llevó un premio excesivo. El mereciómetro ayer marcó otra cosa distinta al resultado final.
Ese último penal ejecutado por Ramos fue una daga al corazón de quienes llegaron al estadio de calle Minuzzi con la ilusión de terminar la tarde festejando. Sobraron lágrimas y aplausos y también hubo una certeza: la grandeza radica en tener una identidad y no en que esa identidad esté en la cumbre o en el suelo.