Hay un lugar donde la tierra es la del principio de sus días. Donde el espíritu del hombre y sus arreos sigue trashumando entre las bardas caprichosas, mientras el cielo lo toca con sus manos. Allí cantan las mujeres con su más pura entraña acunando los secretos vitales.
Malargüe para el asombro, y la Payunia en Malargüe es Malargüe para extasiarse.
Como si la Tierra se estuviera enfriando aún y los volcanes hubieran depuesto sus fuegos cansados de rugir. Como si el Payún Matrú se declarara enamorado de la luz del coirón y le tendiese sus pampas negras para brillar.
Como si los bólidos escupidos por las bocas furiosas de esos montes, se suspendieran en las laderas esperando otras estaciones del tiempo y del planeta. Todo parece verse, la mirada es amplia y redonda; uno es tan pequeño y sin embargo se siente muy arriba o muy alto o muy adentro.
A través de la ruta 40, luego de cruzar "La pasarela", un puente de madera que atraviesa el río Grande sobre el negro y lustroso desfiladero de lava y roca basáltica, y tomando el camino consolidado de la 186 se divisa el Punilla Huincan.
El cerro cuenta la leyenda de un cacique Pehuenche enterrado junto a un gran tesoro que mucha gente busca y nadie ha podido encontrar.
Por ese sueño enarenado, y avistando los senderos petroleros, llegamos al bosque de más de 800 conos de volcanes de la Reserva Natural Payunia, de 450 mil hectáreas, ubicada a 190 km al sudoeste de la ciudad de Malargüe, que se extiende entre la porción sur de la Cordillera Principal y el extremo austral del Bloque de San Rafael.
La Payunia es una gran planicie inhóspita de estremecedora belleza que se eleva hasta los 2.200 msnm, aunque según se cree en algún momento fue lecho marino.
De suelos arenosos y salinos, sin agua y con vientos permanentes. Sus picos aislados como el Payún Matrú de 3.680 metros; el Payún Liso de 3.715 metros, La Herradura, el Fortunoso o el Santa María duermen intemporalmente mientras nos permiten contemplarlos.
En sus laderas, las Pampas negras, escoria volcánica formada por millones de fragmentos de lapilli, y los campos de bombas, grandes piedras de caprichosas formas que fueron arrojadas de los volcanes en estado incandescente y se solidificaron en el aire, completan el espectáculo.
Un ascenso sin otra dificultad que la de resistir el viento, nos deja al borde de la boca del Volcán Morado, cuyo cráter es un derrapado abismal negro y rojo que pone a prueba cualquier expectativa.
En las suavísimas colinas y laderas, las tropillas de guanacos dorados. Entre las piedras de los cerros los chinchillones, y a lo lejos, el choique fantasma es un trazo danzando sobre las tierras rojas, negras o amarillas. Arriba, el águila mora vigila.
Así es la Payunia; extraterrestre, intraterrestre, historia que el hombre busca en su ADN y le cuesta reconocer.
Así es Payunia, el paisaje del principio o el paisaje del final.