Este año se cumplen los 100 años de la Revolución Rusa, el gran acontecimiento que se desarrolló en dos fases y que se encadena con la Primera Guerra Mundial.
Una primera, febrero/marzo de 1917, que condujo a la caída del zar Nicolás II y a la proclamación de la República. Y la segunda que se desarrolló en noviembre, según el calendario gregoriano, de ese mismo año.
La insurrección bolchevique se hizo realidad entre el 6 y el 9 de noviembre (según nuestro calendario gregoriano, finales de octubre según el calendario juliano que usaban en Rusia).
La nueva República, sustentada en la promesa de retirar a Rusia de la Gran Guerra, debía rescatar a los rusos de la dura crisis social y política que la atenazaba y desmembraba. Pero la República firmó su sentencia de muerte al incumplir el presidente del Gobierno Provisional, Alexander Kerenski, la promesa de retirar a Rusia de la Gran Guerra.
Lo que continúa es un suceso derivado del episodio mayor y sus múltiples consecuencias.
Pocos fragmentos de la historia mundial son tan surrealistas como la caída de los últimos zares y la Revolución Bolchevique, y que derivaría en Joseph Stalin y su poderoso aparato de inteligencia en el poder.
Al brujo Rasputín y su fatídica influencia sobre la zarina Alexandra, que creía ciegamente en los poderes curativos del hombre contra la hemofilia de su hijo Alexis, el picahielos del catalán Ramón Mercader horadando la cabeza de León Trotsky en su exilio mexicano y las hambrunas que se desataron luego de otra época de hambre se suma la figura de Pável Trofímovich Morozov.
Lección escolar
Pávlik, el gran niño héroe, cuya historia se enseñó en las escuelas durante generaciones, estatuas, museos y monumentos de por medio
El mérito del chico, de apenas 13 años, era perverso: acusó a su padre de no aceptar la colectivización de las tierras, de acaparar alimentos que debían entregar al Estado y de ser contrarevolucionario. Pávlik mandó a la muerte a su papá, Trofim Morózov.
Y los niños estudiaron esa historia una y otra vez, con otro agregado macabro que nadie pudo comprobar: la familia que sobrevivió se llevó al adolescente héroe al bosque y le cortó el cuello con una motosierra. Después todos murieron fusilados.
La moraleja fue grabada a sangre y fuego en generaciones de rusos: el Estado está por encima de la familia.
Pávlik se convirtió en celebridad nacional, en materia obligada para recitar de memoria, en ejemplo a seguir por los escolares.
El Gobierno lo declaró mártir y a las estatuas le siguieron estampitas, himnos, nombres de colegios, centros juveniles y museos. A los chicos les subían la nota por escribir poemas y odas a Morózov, el muchacho que enseñó que un hijo, un padre, un tío o un amigo valían mucho menos que el Estado. Que el delator era un santo.
El director Serguei Eisenstein hizo en su homenaje la película "El prado de Bezhin", y se montó además una ópera.
El emblema de Stalin se mantuvo con Nikita Kruschev y Leonid Brezhnev, hasta que la figura del muchachito se fue esfumando con su leyenda.
Yuri Druznikov, un escritor que tuvo que exiliarse en Austria, publicó en el libro "Informante 001: el mito Pávlik Morózov, la verdad sobre el perverso mito".
Morózov vivió en el pueblo de Gerasimovka, provincia de Tobolsk, pero fue asesinado por la Cheka, uno de los tantos nombres que tuvo la temida KGB, al igual que sus abuelos. Era todo un invento. Un invento tan oscuro que hoy los chicos que iban a la escuela en los años 70, ya grandes, lo usan de burla, latiguillo y mal recuerdo colectivo.
Otra historiadora, Catriona Kelly, dice que Pávlik (o Pablito, el diminutivo del nombre) existió, pero murió en una pelea callejera.
Lo cierto es que Pávlik muestra hasta qué punto llegó la era oscura de Stalin, cuya dimensión genocida se compara con la de Adolf Hitler.
Por eso nadie en Rusia se interesa por el centenario de la Revolución de Octubre. Son demasiados los puntos oscuros. El Gobierno y los medios guardan silencio mientras revisan un capítulo de hambre y sangre, narrado por libros fundamentales, como "El imperio" del polaco Ryszard Kapuscinski o "Koba el Temible", de Martin Amis.