La vida del mendocino Patricio Díaz, que fuera campeón argentino de la división súper welter -antes mediano liviano- es otra conmovedora historia de lo que puede el amor por la vida y por el duro deporte de los puños, de las muchas que existen en el mundo del boxeo.
Patricio, que hoy tiene 59 años de edad (27-05-54), está casado con Graciela Magdalena Albornoz, “Kuki” en la intimidad de la familia, es padre de dos hijos: Darío Iván (37) que es diseñador y Rodrigo Patricio (36) que trabaja como maquinista, y tiene tres nietos: Ulises Hernán (10), alumno del Liceo Militar General Espejo, Jano (4) y Vera (1), reinó en su categoría desde el 19 de junio de 1982 -cuando en el mítico Luna Park de Buenos Aires puso KO en el noveno round a Walter Desiderio Gómez-, hasta el 24 de julio de 1985, cuando en Ranelagh, provincia de Buenos Aires, empató ante Ramón Florencio Ramos.
Ese fallo tendría que haberlo favorecido por su condición de campeón argentino, pero resignó el cinturón en la balanza, porque en la ceremonia previa del pesaje oficial no dio el peso reglamentario.
Previamente el 02-09-81 había alcanzado el cetro latinoamericano al derrotar en el Teatro Caupolicán de Santiago de Chile a Alejandro Garrido, conocido en ese país como “el fajador”, por su estilo rústico, agresivo y muy potente. Patricio, que es el segundo de nueve hermanos -Carlos, él, Nancy, Patricia, Susana, Estela, Lilia, Javier y Sergio-, hijos de Gregorio Fernando Díaz (falleció a los 59 años) y de Yolanda Navea, se hizo pugilista por obligación y encontró en el boxeo una respuesta a una difícil y dura infancia, según su propio relato pleno de valentía y de una brutal honestidad.
“Nunca me gustó el boxeo pero la realidad, la necesidad, el hambre y la miseria me hicieron boxeador. Entre los seis y los siete años de edad abandoné mi casa y me fui a vivir con mi abuelo -Dionisio Navea-, que a la mañana era empleado municipal de la Capital y trabajaba como placero en la Costanera y a veces de sereno en el Parque O’Higgins y el Teatro Pulgarcito, y a la tarde vendía billetes de lotería en la esquina de San Martín y Las Heras, donde pasaba largas horas sentado en un banquito.
Yo me crié en esa esquina, al comienzo de los años ‘60, porque lo acompañaba todos los días en la época que existía el Banco de Londres y firmas como Casa Muñoz, Tienda Los Vascos y la Pizzería 1515, que quedaba en la vereda de enfrente, donde siempre me daban algo de comer y muchas veces me quedaba a dormir en la calle porque no tenía un techo donde hacerlo. Hasta tercer grado fui a la Escuela Hogar, que quedaba en el Parque, donde aprendí a leer y a escribir, y más tarde, a los 12 años terminé la primaria en un colegio nocturno que funcionaba en Bermejo. De chico también aprendí a arreglar radiadores en un taller de la calle San Luis -“El Orejón”-, entre Federico Moreno y Montecaseros.
Yo quería ser alguien en la vida y también sabía que tenía que hacerme desde bien de abajo por mi condición humilde y por eso elegí el camino del boxeo. Me hice pugilista a los once años, cuando pisé por primera vez el gimnasio Luis Angel Firpo, que quedaba a la vuelta de Salta y Corrientes, en la Cuarta Sección, donde funciona actualmente luego de su remodelación. Empecé a entrenar con don Diego Corrientes, con quien forjé con los años una afectuosa relación, por lo que se convirtió en mi primer maestro. Me enseñó todo lo que debía hacer arriba del ring para ganarme el pan, cómo tenía que sacar las manos y esquivar los golpes. ¿A quién le gusta golpearse en la vida para ganarse el sustento? Nunca fui una persona feliz cuando empecé a combatir pero no encontré otra salida a mi indigencia y abandono.
A los 13 años, Dios me dio una mano muy grande porque puso en mi camino a mi primera y única novia, la chica del barrio que uno siempre sueña conocer, quien con el tiempo fue mi esposa y la madre de mis hijos, un ser maravilloso que me ayudó a formar una hermosa familia. A mis hijos nunca les hice faltar nada porque les pude dar un buen hogar, la mejor educación, estudio, comida, ropa, calzado, todo el bienestar posible y necesario para que no pasaran las privaciones que de chico sufrió su padre. En la época que combatía, cada vez que pasaba un round interiormente se los dedicaba a mi mujer y a mis hijos. A mis cuatro hermanos más chicos recién los conocí de grandes”.
Historial
“Entre aficionado y profesional habré disputado unas 120 peleas con una gran mayoría de victorias. En 1974, en representación del gremio de los gastronómicos, al que pertenecía, me impuse en mi categoría en el Torneo de Los Trabajadores “José Ignacio Rucci”, que se realizó en Buenos Aires y gané el derecho de representar a mi país en el Primer Campeonato Mundial de Boxeo Amateur que se desarrolló en La Habana, Cuba, donde surgió a la fama Teófilo Stevenson, el ídolo más grande del boxeo cubano que fuera tres veces campeón mundial amateur y otras tres campeón mundial olímpico. Estuve a un paso de ganar la medalla de plata pero perdí con el africano Allub Kalule, que me derrotó con lo justo, lo que el periodista Cherquis Bialo señaló en su comentario de la revista El Gráfico como enviado de esa publicación.
Una lesión que sufrí en el dedo pulgar de la mano izquierda durante la preselección que se hizo en Santa Rosa, La Pampa, me impidió acompañar a mi amigo Mario Alberto Ortiz a los Juegos Olímpicos de Munich en 1972. Con el “Cirujano”, un boxeador al que siempre respeté y admiré, nos enfrentamos en una sola oportunidad como aficionados en Malargüe, en una pelea muy pareja que los jurados fallaron empate. Cuatro años después, en 1976, cuando había sido seleccionado para los Juegos Olímpicos de Montreal, Canadá, se produjo el grave accidente donde perdió la vida la esposa de mi entrenador Diego Corrientes. No viajé porque anímicamente no tenía fuerzas para hacerlo y porque me solidaricé con mi querido profesor, que era lo que correspondía.
En esa época, después de cumplir con el servicio militar obligatorio pasé al profesionalismo y comencé una nueva etapa, siempre con don Diego en mi rincón. Venía de un largo invicto como amateur, pero lo notable resultó que en el debut (11-05-76) en el estadio Pascual Pérez perdí por puntos en seis rounds con Alfredo Ernesto Sosa, un joven valor de Tunuyán.
“Se le pinchó el globo a todos” fue el título de un diario de la época, porque yo era el gran favorito. Por suerte me recuperé rápidamente al ganarle a importantes rivales como Julio Salvador Olea, Humberto Gabriel Barloa (dos veces), Juan Carlos Cañete, Raúl Celestino Venerdini y Eduardo Jorge Yanni. Así gané el derecho de enfrentar a Walter Desiderio Gómez, a quien derroté por KO en el noveno round en el Luna Park (19-06-82) y obtuve el título de campeón argentino súper welter.
Esa noche, antes del combate, Tito Lectoure le hizo un comentario a Gómez, cuando se hizo la presentación en el centro del ring, que me dolió en el alma: “Definí tranquilo”. Nunca lo perdoné, me pareció un agravio, una falta de respeto. Me sentí como un ‘cabecita negra’ del Interior. No sé otros boxeadores, a los que quizá ayudó, pero yo nunca tuve una buena relación con Lectoure. A mí me defraudó como ser humano y como promotor.
Perdí el cinturón tres años después en la balanza, porque no di el peso frente Raúl Florencio Ramos (24-07-85), con quien había empatado. Al final de mi carrera recorrí 37 países durante tres años con peleas en toda Sudamérica, Centro América y los Estados Unidos.
Combatí en Santiago, Punta Arenas, Osorno, Concepción, Montevideo, Lima, Quito, San Pablo, Puerto Rico, República Dominicana, el Distrito Federal, Nuevo México, Caracas, Maracaibo, Trinidad Tobago, Cuba, Nueva York, Nueva Jersey y muchas ciudades más. En Venezuela trabajé bajo la dirección de don Amílcar Brusa, que se había radicado en ese país luego de su separación de Carlos Monzón, con la particularidad de que entrenábamos en un parque a la vista de la gente que pasaba y se paraba a mirar.
El resto de mis giras lo hice con Roberto “Mano de Piedra” Durán, una bellísima persona, además de un súper dotado como boxeador. Siempre me repetía: ‘Cuando veas pasar las nubes recién vas a ver todo muy claro’. Él siempre me elegía para hacer guantes y fue una de las personas más generosas que conocí en mi vida”.
Gratitud
En su relato, Patricio hizo una encendida defensa del boxeo: “No es un deporte tan dañino como muchos piensan, creen o aseguran. No todos los boxeadores terminan alcohólicos, cornudos o se vuelven vagos porque no les gusta el trabajo. Puedo ofrecer mi propio ejemplo para reivindicar una actividad que también tiene rasgos de dignidad y mucha nobleza. En mi caso no tomo alcohol, no fumo, no soy mujeriego, tengo una mujer maravillosa que me hizo muy feliz y vivo de mi trabajo. Sólo tengo dos vicios: la comida y el laburo. Como todo lo que se mueve porque me gusta morfar bien: el asado, las milanesas, los tallarines, el pan casero con jamón".
"Además, con mi hermano Carlos administramos una pequeña empresa metalúrgica con maquinaria propia en San José, Guaymallén, porque hacemos matricería. Construimos portones, puertas corredizas, tinglados, elevadizos, rejas para seguridad. Vamos a domicilio, edificamos frentes, hacemos restauraciones y hemos hecho arreglos en Dalvian, la UNCuyo y otros barrios privados. Somos también una fuente de trabajo porque utilizamos albañiles y otros operarios. La nuestra es una pequeña empresa a la que le dedicamos todas las horas del día. No tiro manteca al techo pero vivo bien y todo lo que soy, yo que conocí de chico el hambre y el rostro de la miseria, se lo debo única, pura y exclusivamente al boxeo. A mí, el boxeo me salvó la vida”.