Sobre el ocaso de la Segunda Guerra Mundial, la llegada al mundo de Zafony Dubrowsky (67) marcó también el final de una peregrinación de muchos años que sus padres, de origen bielorruso, se vieron obligados a emprender para escapar primero de las líneas de ataque alemanas, y luego del régimen comunista ruso que pretendía recuperar la fuerza laboral que había perdido por el éxodo de la guerra. Que fuera en Bélgica fue una cuestión del destino.
Sin embargo, 67 años después su nacionalidad sigue siendo un misterio que ningún documento puede aclarar del todo. “Para los argentinos soy belga, para los belgas soy ruso, y para los rusos no soy nadie”, resume Zafony. Aunque no inédito, su caso no deja de ser extraño y más aún cuando uno lee en su cédula de extranjería que su nacionalidad es “apátrida”.
El quinto de seis hermanos (todos con ciudadanías diferentes) desde el principio entendió que podía ser una ventaja interesante, se convirtió en un “ciudadano del mundo” y supo sacarle provecho al recorrerlo.
En el primer gobierno de Perón, su familia se embarcó en un viejo buque de bandera francesa hasta el puerto de Buenos Aires, y desde allí llegaron directamente a Bowen, donde compraron un lote con un “ranchito” sin electricidad y comenzó su vida argentina. En sus primeros años y al igual que toda su familia, además de fotógrafo, Zafony fue albañil, relojero, peluquero, vendedor de lo que fuera y “cuando no había qué comer, cazábamos y pescábamos, porque mi padre nos enseñó a trabajar y no a ir a pedir al gobierno”, dice sin poder evitar que “el ruso” que lleva en la sangre le aflore por los poros.
A los 18 se empleó en la construcción de la ruta nacional 188 entre Canalejas y Banderaló, provincia de Buenos Aires. Allí descargó camiones de ripio con la pala, fue pintor, aprendió mecánica y se recibió de “topadorista” con certificado y todo. Tal vez de esa época se explique la fuerza que ostenta en cada apretón de manos, experiencia que suele ser dolorosa para los desprevenidos. Trabajó en una cantera en La Pampa (donde también vendía fotos a sus compañeros) y a los 22 años le compró su primer local de fotografía a su hermano Pablo, al que llamó “foto belga”.
Su primera boda fue en un campo de La Mora, y pronto le seguirían miles a bordo de una destartalada BGH 125 cc. “atada con alambre” con la que supo llegar a las fiestas sin caño de escape. Se convirtió en el fotógrafo estrella de la región y tenía tanto trabajo que llegó a cubrir varias bodas en simultáneo, haciendo que los novios y las familias posaran para la cena, los brindis, el vals, la torta y el baile, todo en la misma sesión de pocos minutos. “Bailen”, les decía, “no importa que no hay música, en la foto no sale”.
En 1968, después de un noviazgo de tres meses, se casó con Olga Pascal, su compañera inseparable hasta hoy. No imaginaban que era el comienzo de una dinastía de artistas de la imagen compuesta por Daniel (41), Micky (36) y Andy (32), que desde hace años integran la élite de lo más codiciados de Mendoza y suelen trabajar habitualmente en el exterior. “Todos empezaron como yo, a los 8 años”, dice orgulloso.
Zafony supo ganar la confianza de los clientes con la celeridad en las entregas y la calidad de sus trabajos. “En esa época se demoraban dos o tres meses para entregar un álbum y yo los exponía a la tarde siguiente”, recuerda. Para lograrlo, cada madrugada que volvía no se acostaba y comenzaba a revelar las placas, “todo a mano, y no se podía errar con la cantidad de químicos; había que saber”, asegura. A las seis de la mañana despertaba a Olga y entre los dos retocaban manualmente cada foto.
En el 75 viajó por primera vez a Estados Unidos y volvió con la gran novedad, la fotografía color. Fue el boom que hizo estallar su negocio en forma definitiva y en 1984 emigró a Alvear, donde montó ZD. Comenzaba otra etapa, cada vez más apasionante de la mano de la tecnología. En 2006 montó el primer laboratorio de revelado digital láser de Mendoza, y uno de los primeros de todo el país.
“Podría haberme retirado, pero hoy aprendo de mis hijos”, dice. Medio siglo después de sus humildes comienzos, se reconoce entusiasta de lo que hace y sabe que su nombre es sinónimo de prestigio, pero no se molesta en ocultarlo porque sabe mejor que se lo ganó a pulso y ojo.