Patoruzú y Néstor Kirchner, dos leyendas argentinas

Patoruzú y Néstor Kirchner, dos leyendas argentinas

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com

A fines de la década de 1920, cuando languidecía la Argentina liberal, la historieta nacional produjo el gran mito del final de aquel tiempo.

Que eso ocurre con los mitos y leyendas: se encarnan en la imaginación de los pueblos para recordar la época en que murió como si fuera de oro en comparación con los malestares del presente. Ese personaje legendario se llamó Patoruzú y tuvo su apogeo durante las décadas de 1940 y 1950, en plena Argentina peronista, aquélla que venía a sustituir a la liberal.

Patoruzú es un indio pero de descendencia egipcia faraónica. No trabaja, el dinero fabuloso que posee y sus tierras infinitas las heredó enteramente de sus antepasados. O sea, es un terrateniente pero, en vez de lucrar, pone toda su fortuna a disposición de los necesitados, sólo que él es el único que dispone a quién y cuándo cederá parte de su riqueza.

Sus propiedades se ubican en el extremo sur del país. Sus tierras contienen pozos petroleros; desde el casco se ve la Cordillera de los Andes. Es considerado dueño de media Patagonia. Su creador, Dante Quinterno, lo define como “la auténtica personificación del valor.

Simboliza cuánto de excelso puede contener el alma humana, y en él se conjugan todas las virtudes inalcanzables para el común de los mortales. Es el hombre perfecto dentro de la imperfección humana”.

Patoruzú, aunque personifica al mito de la época liberal, es nacionalista y conservador. Sus enemigos son de origen extranjero: gitanos, turcos, judíos, hindúes. Los militares del 76 lo adoptaron como ícono de la Argentina que querían recuperar para poner fin al país peronista, pero una parte de ellos lo repudió porque las ayudas del indio a los necesitados tenían algo de comunistas.

A los fines de esta nota rastreamos una vieja historieta, hoy casi inhallable, llamada “La reliquia” (agosto de 1959) donde se verifica que Patoruzek (el padre de Patoruzú) fue enterrado en un templo edificado a tal efecto en la Patagonia, donde su momia reposa en un sarcófago al lado de las joyas de la tribu, un tesoro fabuloso que, junto con las tierras y su producido, constituyen la fortuna del indio.

Riqueza que comparte con sus dos hermanos: Patora, que tiene la misma cara de él y Upa, que más bien parece su hijo por la diferencia de edad y que fue recluido en una cueva por Patoruzek al haber nacido deforme, sietemesino, y por no haber pronunciado la palabra “huija” como lo hizo toda la estirpe al surgir a la vida. Patoruzú lo rescata pero Upa, por más que crezca, sigue siendo un eterno infante que habla a media lengua.

Casi un siglo después, otro mito busca remplazar al de Patoruzú en cuanto ícono de la argentinidad. Y es imposible que sean mera casualidad tantas coincidencias. Su origen patagónico. Su intención de convertirse en dueño de media Patagonia. Su nacionalismo y conservadurismo cerrados a los que luego adicionó el progresismo populista encarnado en una multitud de subsidios al pueblo que él y sólo él dispuso a quién y cuándo otorgarlos. Su hermana, con la misma cara. Su hijo, parecido físicamente a Upa. El misterio de su féretro y sus tesoros ocultos. La devoción de sus seguidores que luego de su muerte quisieron transformarlo en el hombre perfecto: así como Patoruzú heredó la fuerza virtuosa de indios y gauchos, Kirchner fue el Eternauta, Juan Moreira, el hijo de Fierro, El Ángel Gris, el superador de Perón...

Pero también es Lázaro Báez en el espectáculo pornográfico del imperio que este cajero de banco montó como testaferro del Patoruzú siglo XXI. Ésa es la diferencia entre una historieta noble, como lo son los productos de la imaginación, frente a una historia innoble como la que en su decadencia está saliendo a la luz.

No obstante, el mito de Néstor es tan utópico y desmesurado como el de Patoruzú. Incluso mayor porque Kirchner no heredó nada, sino que se lo construyó todo solo. Se quedó con Santa Cruz entera y quiso ser después dueño de todo el país. Para eso tuvo la genial idea de agregar, a su caudillismo conservador original, una tergiversación de ciertas ideas de izquierda que sometió a su inmensa voluntad de poder.

Una de las grandes ideas que Néstor hurtó a la izquierda fue la de que hay que apropiarse del Estado para desde allí tener más poder que los dueños de los poderes fácticos, particularmente del económico. Pero para eso el poder debe ser material, traducirse en efectivo, contado, cash, dinero propio. Con una parte del dinero del Estado se subsidia a la gente a fin de que el pueblo sepa que la ayuda se la debe agradecer al faraón y el resto del dinero (la parte del león) se lo lava para que pase a ser, poco a poco, propiedad privada del dueño del Estado.

Como dinero y poder fueron para Kirchner la misma cosa, no hay dinero suficiente para cubrir sus ansias infinitas de poder; es todo o no es nada. Una idea que Cristina Fernández no comparte, porque para ella el poder es poseer el Estado indefinidamente, mientras que para Néstor el poder indefinido sólo se logra si todo el dinero público pasa a ser propiedad privada del caudillo que gobierna el país. Por eso a Cristina le encanta estatizar y a Néstor, tener testaferros.

Néstor nunca pensó en tener poder para robar sino en robar para tener más poder. Por eso aunque haya delincuencia en el accionar de sus testaferros, como vemos con Lázaro, los fines de Néstor fueron políticos, no meramente delictivos en el sentido de robar dinero y llevárselo a su casa. Más bien quería hacer del Estado su única y permanente casa. Algo que falló porque se murió antes de tiempo.

Ver hoy en televisión las propiedades de Lázaro y anhelar descubrir sus tesoros ocultos es verificar la utopía perdida, inconclusa. Néstor quería el poder absoluto y para eso pensaba que debía tener la misma cantidad absoluta de dinero. Tanto que no la podía depositar para no dejar huella; sólo podía tener intermediarios que le temieran. No socios. Por eso cuando se murió todos sus testaferros se robaron entre sí y le robaron a Cristina.

Fue gracias a esa suma de traiciones que comenzó a descubrirse el sistema, que Cristina intentó tapar estatizando todo lo posible. Pero para cerrar exitosamente esa operación de cubrir con Estado el peculado del marido, necesitaba continuarse en el poder, lo que el destino (y Aníbal Fernández) quiso que no lograra por un par de puntos. Por lo tanto, ahora que ya no se pueden ocultar los delitos, no le queda más remedio que politizar la cuestión, decir indirectamente que el verdadero robo es el de los capitalistas, no el de ellos, que sólo querían robarle a los capitalistas para dárselo al pueblo.

Ése es el mito cristinista. Izquierdoso pero pequeñito. El de Néstor era mucho más gigantesco. El de un hombre de carne y hueso que quiso tener la fuerza, la fortuna y el poderío de un personaje de historieta como Patoruzú pero que lo único que logró fue convertir a la Argentina en un país de historieta. Como por estos días lo vemos por tevé en esa Patagonia de mausoleos monumentales y de tesoros mitológicos donde comienza a sucumbir la Argentina peronista.

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