Es domingo de Pascuas, otra vez. Toda la semana estuvo lúgubre, con una lluvia fina y persistente que mantuvo a los perezosos en casa deleitándose con la excusa perfecta del mal tiempo, mientras un menguado grupo de buenos samaritanos asistía al calvario a mojarse las cabezas. Así día tras día, jueves santo, viernes santo, lluvia santa. Aquella mañana, en cambio, las nubes grises deciden partir hacia otros horizontes, llevándose consigo sus gotas ofendidas. Manuel las mira alejarse desde la ventana de su habitación. La nariz, ligeramente achatada en la punta, casi apoyada en el cristal, emana aire caliente y empaña la ventana como queriendo empañar el cielo. Si lloviera también ese día... Quizás se suspenda la reunión. ¡Vuelvan, nubarrones, vuelvan hacia aquí para acompañar a este pobre bobo que las llama con la nariz contra el vidrio! Pero no, qué digo. No se suspenderá la reunión por la lluvia y lo que es peor, habrá que levantar las mesas del jardín y agolparlas en el living-comedor, tan juntas que los comensales tendremos que pedir disculpas una y otra vez por el roce de espaldas o los codazos, y miraremos con maliciosa indulgencia a los inoportunos que hagan ponerse de pie a media familia para ir al baño, y retaremos al niño que no se esté quieto en su silla como un cadete. No, no. Entonces… es un adiós, nubarrones, aunque así no lo quiera.
Mirada al reloj, de reojo, como queriendo no ver. Las nueve y media. Un alivio: hay tiempo para el desayuno, el diario, la ducha, el paseo del perro, la rutina que maldecimos y bendecimos por igual. La eterna inconformidad. Si esté café supiera un poco más a café, si el agua saliese más caliente, si el perro tironeara menos de la correa. Para qué regar los malvones, si de todos modos crecerán.
En la cocina Julia prepara una torta ácida de naranja. Odia los huevos de chocolate y los confites, pero tampoco prueba bocado de su postre, lo lleva sólo para contrariar el gusto establecido. Sabe que se paseará con la bandeja de la torta, maliciosa, y todos, amarrados a sus pesadas cadenas de cortesía, se la aceptarán sin dejar de mirar con avidez los huevos de chocolate. Excepto los niños, que no tendrán escrúpulos para rechazar la torta sacando la lengua y haciendo exagerados ademanes de asco.
Julia se quita el delantal, se lava las manos y se peina el cabello con los dedos: largo, negro, lustroso, como dicen que lo tenían las indias de América antes de la llegada de los españoles, quienes trajeron consigo su cabello claro y amargo como el ámbar. Mientras, las manos de Manuel soportan como pueden el tironeo constante de la correa. A las tres cuadras están enrojecidas y le arden un poco, pero con un dolor dulce, como de lengüetazo de gato, aunque lo cause su ovejero negro, negro como el pelo de Julia. Ocurrente comparación, piensa. Ya la hará en algún momento frente a ella, en ocasión oportuna, como espontáneamente, aunque nada es espontáneo en Manuel, maestro de la no improvisación, de la meditación-uroboro, que gira sobre sí misma y parece no tener cabeza ni cola, principio ni fin. Pero pensar por pensar no lleva a nada. La piedra medita inmóvil mientras el agua la erosiona sin pausa hasta que no queda nada de la piedra. Como ahora que Manuel rumia y el ovejero lo arrastra hacia donde quiere, hacia ese jardincito casi perfecto del ingeniero que, cuando despierte, encontrará sus azaleas y sus violetas aplastadas sobre la tierra revuelta.
Julia conduce tarareando Todas las hojas son del viento, ella que no tiene hijos ni los quiere. Manuel se entretiene inventando juegos: contar los álamos, los Fiat 500, los perros según la raza. Dos dálmatas, tres ovejeros alemanes, ocho caniches. ¿Por qué le gusta tanto contar cosas? Siempre contando, como si todas las cosas pudieran ser cuantificadas. ¿Es que acaso puede saber él, Manuel, cuántas miradas de amor y de odio ha recibido en lo que va del año? ¿Cuántos saludos fríos? ¿Cuántas hormiguitas se colaron por la ventanita azul de la cocina? ¿En cuántas ocasiones deseó morir y luego vivir en esos últimos meses? ¿Cuántas veces le dijo Julia que era un pobre diablo y un lindo tipo? ¿Cuántos mates? ¿Cuántas canciones pasaron en la radio? ¿Cuántas horas de silencio?
Un perro muerto sobresale en la lisura del asfalto como un montecito, al costado del corredor principal. Se pregunta si debe sumarlo a la cuenta. No, está muerto, y de todos modos no es de raza, pobre choquito.
En la casa de los padres de Julia, la mayor parte de la familia no ha llegado aún. A los pocos minutos, Marta, la tía vieja y viuda que todo linaje que se considere como tal tiene, se hace presente cargando una bolsa grande de huevos de pascua baratos. Es la hermana mayor de la abuela, y aunque su carácter sea jovial la mayor parte del tiempo, llora la prematura muerte de su esposo todos los días. Llora a veces para afuera y otras veces para adentro, por la mañana; después se lava la cara y sigue su día como de costumbre, pero no puede sustraerse de ese llanto ritual para levantarse. Ha adquirido, además, la costumbre obsesiva de coser. Sentada frente a su Singer, se pasa las horas así, entre las telas y el ruido de la máquina. Le gusta ese sonido, que es como el de un río de piedras, constante y estruendoso. La tranquiliza oír aquello y no las voces de la gente, o las de su cabeza, que son las peores. Algún día ese río de piedras llegará al mar y al fin podrá disfrutar del silencio.
Al poco tiempo llegan Marcela y Luis, seguidos por cuatro niños que entran como estampida bovina en el living, uno con la pelota bajo la camiseta como una enorme barriga, el otro riendo desaforadamente, el más pequeño atisbando las mesas en la búsqueda de los ansiados chocolates, el último más tranquilo aunque con una mirada inquietantemente ansiosa. Detrás de ellos vienen Javier y Mariela empujando un cochecito, en cuyo interior puede verse, asomada del extremo de la manta, blanca y calva como una perla opaca, la cabeza de un bebé. Luego llega Marisa, recién divorciada, y Ludovico y Gabriela con sus dos hijas mellizas adolescentes; otro primo, Pablo, con su novia Mercedes. Emilia y Rolando, con la mirada irritada de los recién casados. Laura y Pedro, ingenieros, con sus hijos Matías, ingeniero; Federico, estudiante de ingeniería; y Hernán, que quiere estudiar historia del arte. Y siguen llegando hasta alcanzar, contando a los abuelos Virginia y Marco, el número de treinta y cinco. Los últimos en entrar, cuando ya están todos sentados a la mesa, son Alejandra y su nuevo novio.
Alejandra saluda a todos y cumple con la presentación del muchacho, Fabio, mientras este posa espantado la mirada sobre la prolífica estirpe de su compañera, que atiborra dos mesas larguísimas y blancas. Se acomodan y nadie demora en empezar a comer, excepto Rolando, que se distrae mirando a Fabio, sentado justo frente a él. El joven tiene el pelo oscuro y abundante, espeso, y la piel también morena. La barba le crece en casi toda la cara debajo de los ojos, salvo en la zona central de las mejillas. Los ojos son de un marrón bien oscuro, de modo que la pupila pasa prácticamente desapercibida, y la mirada refleja incomodidad, acentuada por la obvia observación de la que es objeto por parte de Rolando.
Es que tiene un parecido a alguien, piensa Rolando, a alguien, pero no puedo determinar a quién. Los ojos, esa barba motosa y negra… Una barba que parece tan frondosa y que sin embargo se mueve con la corriente que atraviesa el jardín, revolviendo las ramas colgantes del sauce y el pelo un poco mugriento de los más pequeños, quienes muy pronto abandonan la mesa para correr de una punta a la otra, robándose la pelota y tirándose al pasto. Lucita, una de las más pequeñas, larga el llanto porque los varones no la dejan jugar con ellos, y la madre, ante los ojos muy abiertos, sorprendidos, de la niña, la lleva a un lado y le explica que son nenes, y los nenes juegan con la pelota, porque son brutos. En cambio ella, que es una nena, tiene que ser delicada y jugar a las muñecas o a juntar flores en el campito que está enfrente. Después le acomoda el vestido y le seca las lágrimas con rudeza. Lucita se aleja hacia el campito y se aboca a arrancar flores que luego destroza y pisotea, sulfurada.
Me recuerda a alguien, insiste Rolando para sí, mirando de soslayo a Fabio, que ya está abstraído comiendo el postre, rasqueteando con la cuchara la compotera del helado. Tengo la sensación de conocerlo, de que no es la primera vez que lo veo, pero no en esta vida, sino en otra, lejana. El pasado. ¿Delirio? Y Emilia acá al lado, insistiendo en que me coma el postre porque el helado se derrite aunque esté fresco el día, y que mire al bebé de Mariela, que intenta balbucear algo ante la mirada inquisidora de tres tías y no le sale nada. Javier fuma un cigarrillo y conversa con Marisa sobre la universidad, los profesores, los sueldos, la profesión.
–Mi papá era médico –expresa Javier− y quería que yo también lo fuese.
–Mi papá era nada –responde Marisa− Quiero decir, no tenía una profesión fija. Trabajó de cartero, de remolcador, de conserje en un monoblock. Hasta fue actor extra en un film barato que se hizo hace treinta años atrás, acá en Mendoza. Hacía de un chofer que le abría la puerta a una señora rica que entraba al auto llorando porque su esposo la había engañado. «Suba, señorita», esas dos palabritas tenía que decir. Mi papá nunca se olvidó de esa película, ni yo tampoco, porque nos había contado que la actriz que hacía de la señora rica había llorado. Llorado de verdad, digo. Siempre nos aseguró que cuando abrió la puerta y dijo «suba, señorita», la mujer lo miró a los ojos y él se dio cuenta de que estaba sufriendo en serio, de que no estaba actuando.
–Pero él era el chofer.
–Claro, era el chofer. No podía hacer más nada. «Suba, señorita». Solo eso podía decir, aunque había sentido unas ganas inmensas de abrazarla. «Suba, señorita». «Suba, señorita». ¿Subir a dónde?, debe haber pensado la mujer. Subir al cielo, a un árbol, a una bicicleta, a una montañita, eso debe haber querido.
–Mi papá era médico –insiste Javier− y le habría gustado que yo lo fuese también. En cambio, soy profesor de Historia. De Historia Argentina, la vieja, la del siglo diecinueve.
«Historia Argentina», alcanza a escuchar Rolando sin dejar de mirar a Fabio. Algo se acuerda, de la secundaria. Las presidencias fundadoras. Mitre, Sarmiento, Avellaneda. Y antes, don Juan Manuel. Dicen que tenía un enemigo secreto, Facundo Quiroga, el caudillo del cabello, la barba y los ojos negros, como los de Fabio. Fa… Facundo. Fa… Fabio. Los ojos de Rolando brillan. Pobre Facundo, el Tigre de los Llanos, a quien mataron en Barranca Yaco. El asesino, Santos Pérez y sus secuaces. Ahora que lo nota, ese también es su apellido: Rolando Pérez. Es un apellido muy común, y sin embargo… Recuerda que cuando era un niño, cuando le reprochaban a su madre el mal comportamiento del hijo, ella se excusaba categóricamente. Si es un santo, un santito el Rolandito. Un santo, Rolando Pérez. Santo Pérez, que es casi como Santos Pérez. Fa-cundo, Fa-bio. Tremendas casualidades, piensa Rolando, rozándose la barba con los dedos. Tremendísimas.
Cuando llega la hora de los huevos de chocolate, los niños, desaforados, se lanzan sobre la mesa y forman con la tela de sus remeras una cavidad para acaparar la mayor cantidad posible de dulces. Julia aparece radiante con su torta de naranja como si empuñara un arma: la corta, la ofrece y todos aceptan, resignados. El abuelo chupa el mate amargo un poco exageradamente, como si quisiera que la tibia y verde infusión alcanzara el corazón y le lavara el dolor profundo que solo los viejos conocen. Manuel le da restos de pan a un perro vecino infiltrado en el jardín, mientras Lucita le acaricia el lomo, ignorando a la madre que le advierte, con dramáticos ademanes, la suciedad del animal.
El bebé de Mariela y Javier lloriquea un poco reclamando la atención que los huevos de chocolate le han robado. Marisa se sorprende a sí misma confesando en voz alta: «Me casé con un paraguas roto. Querés que te proteja y te mojás igual». La brisa ligera se mantiene y mueve suavemente manteles, hojas y flequillos. Fabio conversa con Alejandra y juguetea con sus manos, olvidado ya de la penetrante mirada que, no obstante, sigue posada sobre él. Rolando insiste en recordar la vida pasada de Santos Pérez, no porque compartan el apellido ni porque crea que existe la remota posibilidad de que sean parientes lejanos. No. Rolando se siente Santos Pérez, siente que es una reencarnación de él, que algo –no se atrevería a llamarlo alma– ha atravesado cuerpos y cuerpos hasta llegar al suyo, hasta poseerlo completamente. Él, que no es religioso ni lo ha sido nunca, que descree de las visiones esotéricas o místicas, que niega la existencia a extraterrestres y fantasmas por igual, avizora en lo más profundo de sí esa conexión con el matador de Facundo, porque no de otra manera pasó a los manuales sino como un asesino. Piensa en la historia como una rueda y todo adquiere un poco más de sentido. En el fondo, esta época no es muy distinta de la de Rosas, ni de la de Roca. Se lo ha oído decir a Javier. Seguimos matando indios, otros indios. La historia, la rueda.
Cuando Alejandra, molesta por la resolana que le ciega un poco los ojos, ve en manos de Rolando el brillo del cuchillo con el que Julia acaba de cortar la torta de naranja, ni una sola neurona suya es capaz de asociar aquello a lo que ocurrirá inmediatamente después. Pero cuando Rolando se abalanza sobre Fabio, arrojándolo sobre el pasto, no hay tiempo de pensar nada, y la familia, estupefacta por un segundo, se lanza sobre los hombres para separarlos. Algunos ven el cuchillo y se alejan horrorizados. Emilia, en cambio, no titubea: se tira sobre él y se lo quita, mientras Javier y Alejandra levantan a Fabio. Cubierto de pasto, la cara deformada por la mueca del terror, se palpa frenéticamente el cuerpo con el miedo de hallarse el corte fatal, que no encuentra. Rolando, con los ojos exorbitados y sujeto por dos parientes, aúlla el nombre de Facundo y habla de un destino, de una misión. Lucita lo mira fijamente y él no puede entender si es acusación, extrañamiento o empatía. O peor: indiferencia. Los huevos de chocolate se derriten al sol, el viento sigue corriendo, el perro rastrea los restos de comida debajo de las mesas. El abuelo insiste e insiste con el mate, pero el dolor no se va. Al contrario, el agua caliente parece hacerlo más grande, hincharlo como un globo a punto de estallar.
Cuando Rolando, sentado en la cama del hospital, revive en su mente el episodio de las Pascuas, una sola cosa lo inquieta realmente: Fabio no ha sido temerario. Por el contrario, conserva de él la imagen de un cachorro peludo y manso que lame bobamente el helado del postre, con la mirada blandengue. Esa no puede ser la mirada de un Facundo resucitado, de un tigre. La similitud en el aspecto físico y en los nombres lo ha confundido. Se ha precipitado con sus conclusiones, ha caído en un error. Pero no se equivoca sobre sí mismo. Él sí, Rolando, es Santos Pérez. Aunque cuatro paredes blanquísimas con una ventanita diminuta le digan lo contrario. Aunque existan también la mirada de Lucita, las flores pisoteadas y toda la indiferencia de este mundo.