“Los sabios suelen pecar de lentos. Pues una mirada atenta obliga a detenerse”.
El refranero popular expresa sabiamente: “el tiempo vale oro”. Entonces podemos reflexionar, interrogarnos en qué invertimos nuestro mayor capital, cuánto tiempo dedicamos a nuestros afectos, a nuestros gustos, a nuestra familia, a nuestros amigos o a actividades placenteras cotidianas.
Si bien el tiempo es una dimensión infinita, el tiempo personal es finito, acotado.
Es sabido que los jóvenes no se preocupan demasiado por el tiempo, creen contar con él para siempre, el “algún día”, “más adelante”, “en el futuro” son expresiones comunes. Subjetivamente, ellos no registran el paso del tiempo.
Muchas veces a los padres de adolescentes les causa gracia escuchar decir a sus hijos: la vieja de lengua, el viejo de matemáticas; y cuando se los interroga sobre la edad de sus profesores dicen que deben de tener 29 o 30 años. Obviamente, la perspectiva del tiempo y los años cambia con la edad.
El tiempo, la más implacable, tirana e inexorable de las dimensiones en donde transcurre el ser humano, nos recoge cuando nacemos y nos hace bajar cuando nuestro reloj genético o el destino o nuestro plazo ha terminado.
En una amena charla entre dos amigos, uno de ellos se excusaba de no tener tiempo para ir al club debido a sus múltiples compromisos laborales. El otro le replicó: “Entonces lo que puedes hacer es comprar tiempo”.
A veces, quizá muchas veces, la gente relata cómo, luego de una cirugía o un infarto, se produjo “un antes y un después”, esto le sirvió de bisagra ya que le permitió cambiar radicalmente su visión de la vida y relativizar los acontecimientos cotidianos, valorizando más los buenos momentos.
Al reconocernos como pasajeros del tiempo, esto es: finitos, mortales, se aprende a valorizar el tiempo de vivir, sabiendo que en algún momento deberemos bajarnos del tiempo y dejar que siga su curso sin nosotros.
Los cambios de décadas suelen ser marcadores del transcurso del tiempo. Ocurre que el espejo y la mirada del otro muestran que uno ha cambiado, que todo deviene pasado a poco de ocurrir; dan cuenta de lo efímero e irrecuperable y entonces uno quiere detener, atrapar el tiempo.
Las reuniones de ex compañeros de escuela y universidad, en particular las que se celebran después de veinticinco años o más, son experiencias potencialmente enriquecedoras. Nada vuelve más palpable el ciclo de la vida que ver a los propios compañeros, ahora adultos, y, de hecho, envejecidos. En algunas de estas reuniones se distribuyen fotografías con los rostros de los participantes de la época en que eran condiscípulos. Los participantes circulan por el recinto comparando fotos y rostros, procurando reconocer los ojos jóvenes e inocentes de los retratos en las arrugadas máscaras de los asistentes. Y nadie deja de pensar: qué viejos son todos, ¿Qué hago yo en este grupo? ¿Qué les pareceré a ellos?
La jubilación es otro momento sumamente significativo. Dentro del imaginario social coexisten prejuicios e ideas erróneas que se expresan en: pasivo, jubilado de la vida, asexuado y con imposibilidades varias. La idea de viejo -vetusto, descartable- se opone a la idea de anciano, término que remite a sabiduría. Son los adultos mayores los que tienen del desafío de delinear y forjar nuevos modelos o estrategias para adaptarse al medio sociocultural que les toca vivir. Esto les permitirá, a la vez, transmitir a las nuevas generaciones sus experiencias de vida y un nuevo modelo de envejecer.
Los adultos mayores, suelen aceptar con mayor ecuanimidad el hecho de ser pasajeros del tiempo. Lo tomamos al nacer y lo dejamos al morir, que el morir está incluido en el privilegio de vivir y que el envejecer es un triunfo de la supervivencia, pues sólo envejecemos si la muerte no ha llegado antes.
Siempre recuerdo un señor mayor que, consciente de las naturales limitaciones de sus reflejos, conducía su automóvil con prudencia y a baja velocidad. Con frecuencia, algún conductor más joven le gritaba: “¡Dale viejo choto!”; su inequívoca respuesta era siempre la misma: “Algún día vos también vas a llegar”.
Otra anécdota memorable es la del padre de una amigo que siempre decía: “No hay viejos chotos, sólo hay chotos que se ponen viejos”.
Actualmente, vemos cómo el despliegue de la cultura posmodernista con su lógica de consumo, su desprecio por la experiencia pasada, la urgencia de vivir rápido y del tener, no soporta la idea de finitud y trata de negarla o ponerla fuera de la vista de los otros. El tema de la muerte, eterno como el tiempo que lo enmarca, es vasto, inquietante y tal vez el más movilizador, al devenir la herida más impiadosa que marca la condición humana.
Quizá, desde este vértice, se pueden comprender muchas actitudes de los hombres que se expresan en la desmesura de las ambiciones de poder, en el ámbito político, económico, profesional o cualquier otra actividad en la que aparece una imperiosa necesidad de reconocimiento y valoración.
Aceptar la condición humana, incierta, precaria, desconocida, su misterio, no es tarea fácil... nada fácil. Asumir nuestra finitud es una importante capacidad por alcanzar y desarrollar. Renunciar a la inmadura omnipotencia que conlleva la ilusión de lo eterno y lo perfecto puede acercarnos a la comprensión de lo efímero y lo cambiante, así como también a la habilidad de luchar, de “hacer” con nuestra vida.
Las estadísticas de los medios indican que en 2015 se han perdido más vidas por accidentes de tránsito que por situaciones de inseguridad. Cuántas veces escuchamos decir a los padres: “Cuando los hijos son pequeños, no se duerme tranquilo y cuando son grandes, hasta que vuelven, tampoco”.
En una oportunidad en que un amigo le daba las llaves del auto a su hijo, le solicitaba afectuosamente: “Vuelvan los dos”.
Paradójicamente, en nuestra sociedad actual se ha vuelto un lugar común decir que la muerte es un tema tabú. Hoy no hay tiempo para el luto. Se trata de no decir nada de la muerte ni del dolor. Sobre todo, no decir nada a los niños en el momento.
Al mismo tiempo, a través de la pantalla de televisión o los juegos electrónicos, asistimos a una invasión de imágenes de agresión y de muerte que hacen las delicias de chicos y grandes. De este modo, esta trivialización de la representación de la muerte se constituye en un placer, en un goce.
Creo que no está claro el efecto que dicha exposición causa en el psiquismo, tanto en el de los niños como en el nuestro.
Aceptar que el dolor, la angustia, las pérdidas, los duelos son inherentes a la condición humana, puede conducirnos a una “experiencia de despertar”.
El cine, el teatro, la literatura, los grandes filósofos, los religiosos, nos brindan grandes ejemplos y posibilidades de “crear un destino que podamos amar”. Tolerar el hecho de vivir sin garantías, tiene el potencial de enriquecer enormemente nuestra calidad de vida.
Hay una cantidad de cosas a las que debemos renunciar para ser adultos. No podemos amar profundamente sin volvernos vulnerables a la pérdida del ser amado. Tampoco podemos volvernos un ser responsable, consciente y ligado a los otros sin afrontar la pérdida de nuestras ilusiones, de la juventud, de la partida o la muerte de aquellos que amamos, su abandono o su rechazo.
En una oportunidad, un señor mayor relataba que a juzgar por la cantidad de batallas que uno debía librar en la vida, todos nos podíamos sentir héroes. Su único nieto tenía un problema de salud crónico y estaban luchando para sacarlo adelante. Quizá resulte pertinente interrogarnos sobre el sentido del dolor o su sinsentido. ¿Es necesario el dolor? ¿Es siempre útil? ¿Es la única forma de aprender? A veces, el dolor quema mucha superficialidad. ¿Son justos Dios y la vida con nosotros cuando vivimos una situación de pérdida? ¿O son nuestras muchas creencias erróneas las que nos llevan a no aceptar, a no entender, y entonces sufrimos porque no podemos asumir otros puntos de vista? ¿La cultura, la educación nos prepara para ello?
También nos podemos preguntar: ¿es la salud el perseguir ilusiones de perfección, eternidad, invulnerabilidad? ¿O la salud está más cerca de asumir flaquezas, reconocer precariedades y cuestiones incompletas? Y si esto es así ¿caeremos irremediablemente en la resignación y la melancolía?Quizá, el mayor dolor no proviene de la verdad sino del intento de resistirla.
No tenemos una hoja de ruta que nos indique el camino hacia la felicidad y la plenitud, pero si nos detenemos y miramos a nuestro alrededor por unos instantes, podemos plantearnos el desafío de reinventar nuestra vida.
Resultaría interesante hacer una gran encuesta en la que se pudiera consultar al “Fantasma del Futuro”, estableciendo un diálogo hipotético sobre una pregunta: si se te informara que tu plazo de vida es de 12 meses ¿qué cambiarías en la próxima semana, y en la otra y en el mes siguiente?
Repensarse es un ejercicio que requiere mucha honestidad, perseverancia y coraje. Muchos viven apostando al futuro -siempre incierto- y descuidan el presente. Acude a mi memoria una frase popular: “La felicidad no es una estación a la que se arriba sino una forma de viajar”.