No hay imagen más redentora. El cóndor, ungido de grandeza, planea sobre los paredones de 150 metros del Parque Nacional Talampaya, como flotando en un limbo divino que sólo éste disfruta y que nosotros, celosos de su volar, de su libertad inspiradora, apenas concebimos. Parecida es la danza de los espíritus diaguitas, quienes aquí habitaron hasta que el río se quedó seco, dejando un cañadón bien definido y varias ausencias.
El contexto, entonces y ahora, es de precipicios anaranjados e imposibles, de surrealistas figuras en roca, de laderas esculpidas por millones de años de viento y agua, de pasado abundante en dinosaurios, de postales de cactus, desiertos y espejismos que nadie en su sano juicio habrá de olvidar. Éstas son, damas y caballeros, las credenciales de un destino imprescindible.
Recorridos en bus, 4x4, bicicleta o a pie
Ubicado en el centro oeste de La Rioja, en el límite con la provincia de San Juan, el espacio protegido de 215 mil hectáreas se presenta como lo que es: una verdadera maravilla natural que, vaya desperdicio, permaneció olvidada hasta finales de los 70, cuando fue “redescubierta” por algunos investigadores de ojo atento.
Desde 1997 es Parque Nacional (así se lo designó con el objetivo de proteger los yacimientos arqueológicos y paleontológicos que le brotan), y a partir de 2000, Patrimonio de la Humanidad. A pesar de los laureles, en el ránking sigue lejos de los destinos más visitados del país. Tanto mejor para el viajero, quien encuentra en la ausencia de amontonamientos y colas, atmósfera de deleite.
Las virtudes del lugar se empiezan a palpitar desde lejos, en una región de Argentina tibiamente salpicada de civilización. El marco es de quebradas encendidas, cardones y silencios.
Tierra de nadie. Así incluso en la entrada principal, que cuenta con un centro de servicios (restaurante, baños, duchas, información turística, pequeño camping agreste) y un sendero de 200 metros de extensión que convida con las esculturas de los primeros inquilinos de la zona.
Sí, los famosos dinosaurios, hechos a escala real, homenaje a su legado inagotable.
Después, es todo Talampaya. Para ingresar a recorrerlo hay varias alternativas (es obligatoria la compañía de un guía provisto por el Parque), en excursiones organizadas por diferentes prestadores. Las modalidades son cuatro: en bus, en 4x4 tipo camión, en bicicleta o a pie (los autos particulares deben quedar en el estacionamiento).
Salvo en el caso de la caminata (que lleva a la Quebrada Don Eduardo), la aventura se desarrolla en torno al mismo paseo, de unas 2 horas y media de duración. El protagonista es un cañadón nacido en el triásico hace unos 250 millones de años, cuando Pangea comenzó a dividirse en continentes.
El fenómeno deja colosal muro a un lado y al otro, y sensaciones de microbio de cara a semejante portento. La experiencia va mechada de cactus, algarrobos, molles, chilcas, tabaquillos y jarillas. También de algún guanaco curioso, un zorro de monte, una tortuga. Y el cóndor, claro, ya nombrado y envidiado.
Las postas o paradas se van diseminando a lo largo del camino. Primero aparece “Petroglifos”, que sirve para descubrir la herencia pictórica de los diaguitas, y aprender sobre movimientos teutónicos, restos fósiles y energía de la creación. En segundo término surge el “Jardín Botánico”, que expone la citada riqueza de flora, y permite una vez más contemplar de cerca lo rojizo y enigmático de los paredones.
Luego, las rocas juegan con la imaginación y muestran figuras bautizadas en función a su silueta. Está la Catedral, los Reyes Magos, el Cura… pero fundamentalmente el Monje, una torre natural que se perfila majestuosa en espacio abierto, la arenisca dominándole el suelo, la serranía colorada el horizonte.
Es el final del Cañadón Talampaya, y la invitación para seguir hacia los Cajones de Shimpa (distantes a 6 kilómetros de allí). Estos últimos se caracterizan por lo estrecho de su pasillo, de menos de 6 metros de ancho, entre muros de 80 de altura ¿Efecto claustrofobia? Para nada. Más bien de alucinaciones gratas viene la cosa.
Otra opción bastante menos popular, aunque igual o más generosa, es ingresar al parque por el Cañón del Arco Iris (unos 20 kilómetros al sur de la entrada principal). El mismo comunica a la espectacular Ciudad Perdida, delirio de callejones, coloridas formaciones y panorámicas que parecieran ajenas al planeta Tierra.
No en vano llaman “Valle de la Luna” a un sector del vecino Parque Provincial Ischigualasto (en San Juan), que comparte beldades con el Talampaya. Pero eso mejor contarlo en el próximo capítulo. Ya han sido demasiadas emociones para un solo día.
Villa Unión y las noches mágicas
En Villa Unión, el viajero aprovecha lo tradicional del cuadro y se da un baño de cultura riojana. Sirva el entorno cordillerano para disfrutar del invierno en clave de días soleados, casitas de adobe y paisanos expertos en el mucho gusto y el cómo está. De los humildes comedores sale folclore (Sergio Galleguillo, su chaya y sus Amigos de estelares) y un aroma celestial. Son los menúes caseros, materializados en empanadas picantonas, humitas, escabeches de liebre, cabrito y la infaltable cazuela riojana (hecha con pollo de granja y cebolla de verdeo). Para acompañar, vinos artesanales que producen un par de bodegas locales, y que ayudan a afinar las voces. A la hora del postre, queso y dulce de membrillo o higo, un clásico entre los lugareños.
El municipio es el centro de referencia por excelencia para quienes visitan el Parque Nacional Talampaya. 60 kilómetros al norte del área protegida, el pueblo de cinco mil habitantes recién da sus primeros pasos en el terreno del turismo, con una cada vez mayor oferta en lo que respecta a hotelería.
Allí, en el corazón de la aldea, las noches cooperan regalando cielos estrelladísimos y lunas poetas. Con todo, el experto en tales menesteres sigue siendo el Talampaya, que ya sea en la quietud de su camping, o a través de las caminatas organizadas cuando hay luna llena, ofrece postales difíciles de superar y mucho más de describir.
Datos de interés
Para llegar al parque desde la ciudad de Mendoza, la forma más rápida es dirigirse a San Juan Capital y, una vez allí, tomar la ruta nacional 141 continuando con rumbo norte, empalmar la provincial 510 y, ya en La Rioja, doblar hacia la izquierda en el cruce de la nacional 76 (en total son 530 kilómetros aproximadamente).
El lugar está abierto todos los días del año las 24 horas, aunque durante el invierno las excursiones se realizan de 8 a 16.30 únicamente (a excepción del tour en noches de luna llena).
La época ideal para visitarlo es de marzo a noviembre, cuando el calor no es tan alto y las lluvias son escasas. El costo de la entrada general es de $ 70 para ciudadanos argentinos ($ 30 los estudiantes universitarios. Jubilados, menores de 16 años y discapacitados, gratis).