Los dibujantes del semanario satírico han sido asesinados; los asesinos han sido abatidos; un millón de personas ha marchado en una protesta pacífica; y los muertos han sido enterrados.
Pero el pasado 14 de enero se publicó la nueva portada de Charlie Hebdo: una caricatura del profeta Mahoma en duelo con un cartel que rezaba “Je suis Charlie”, con el lema: “tout est pardonné”. Todo está perdonado. Todo sigue igual.
Sin embargo, me parece raro que sigamos como si nada, y que hagamos como si el futuro de la comunidad mundial hubiera salido indemne, en gran parte, de la carnicería ocurrida en París, que tiene en sí misma un sorprendente valor simbólico.
Las raíces del resentimiento entre Occidente y el resto del mundo son profundas y están entremezcladas con una compleja serie de episodios históricos que ofrecen una pista sobre cómo podemos comprender qué ha impulsado a estos militantes islamistas a tomar las armas o cómo se les ha impulsado a hacerlo.
París es una “isla”, una ciudad que se alza orgullosa de sí misma, distinta pero vital para la nación a la que pertenece. Fue el caldo de cultivo de la revolución del siglo XVIII que trajo al mundo los ideales franceses de libertad, igualdad y fraternidad; de ahí que en la era del imperio, París fuese una fuente creadora de ideas del “proceso civilizador” cuando nuestros predecesores europeos confiaron en que sus valores mantuviesen su vigencia fuera de sus fronteras.
En 1919, la ciudad fue escenario de las conferencias de paz que pusieron fin a la Gran Guerra, pero que también dieron lugar a la Liga de las Naciones y la arbitraria división del Imperio otomano -actual Turquía, los Balcanes y los estados de Oriente Medio-, principalmente entre Francia y el Reino Unido.
A mediados del siglo XX, con la creación de instituciones financieras internacionales y organizaciones internacionales como las Naciones Unidas, el mundo occidental, y sobre todo el Reino Unido y Europa Occidental continental, junto con los Estados Unidos al otro lado del Atlántico, disfrutó de una influencia cada vez más hegemónica en términos de conformación institucional del perfil de nuestras comunidades políticas y de la economía mundial.
Una nota digna de mención es la resistencia del estado democrático liberal, acompañado en gran medida por modelos de economía capitalista. Sin embargo, lo acontecido el 11 de septiembre, con inclusión de la ocupación y del eventual desmembramiento de Iraq, y la legitimidad de los gobiernos que han surgido de la Primavera Árabe en Túnez, Egipto y Libia, entre ellos el actual conflicto en Siria, han puesto en tela de juicio su imparable carga. Lamentablemente, es en estas zonas de brutal conflicto y opresión que la ira musulmana contra Occidente cobra sentido.
Se puede entender el terrorismo islamista en al menos dos formas: en primer lugar, como el clamor de una civilización descontenta en la que el Estado y la religión siguen coexistiendo en el gobierno político frente al estado laico; y, en segundo lugar, la manifestación de lo que algunos estudiosos llaman un “profundo malestar” dentro del Islam, entre los grupos tribales -de los suníes y chiíes, entre Al Qaeda y el culto ISIS/ISIL, por nombrar algunos-, todos ellos tratando de redefinir lo que significa ser musulmán en un mundo moderno en el que los fieles sienten que sus creencias han sido relegadas al abandono.
La segunda es el avance del liberalismo político, que va acompañado de la expansión del régimen internacional de derechos humanos. La primacía de la razón, la libertad individual y la autonomía son esenciales para reivindicar derechos.
Curiosamente, uno de los principales documentos sobre los derechos humanos, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, también fue un producto de la Revolución Francesa. Ahora, los atentados en París han hecho que el debate gire tristemente en torno de la libertad de expresión.
Una respuesta dominante ha sido la de afirmar que la libertad de expresión es absoluta. Estamos de acuerdo. Sin embargo, solo es absoluta en el sentido de que es inviolable; no constituye una licencia libre para ejercer ese derecho, especialmente en aquellos casos en los que se viola la dignidad de otro ser humano.
Los derechos entrañan responsabilidad. Asimismo, las reivindicaciones que hacen los musulmanes y, de hecho, los seguidores de cualquier credo de lo que es Sagrado, no solo son absolutas en todas sus formas sino que también constituyen la esencia de su humanidad.
El argumento que aquí formulamos no es que el Occidente y el Islam sean culpables de algo o que estén enfrentados entre sí sino que hay un sentimiento de desigualdad que está corroyendo la coexistencia pacífica de las culturas -con independencia de que uno de ellos considere con condescendencia que el otro está “atrasado”-. Hay un vacío de respeto humano: una burla de las diferencias que surgen de las esperanzas y debilidades de nuestra existencia limitada.
A la luz de lo expuesto, los atentados en París son la última manifestación de una serie de enfrentamientos: la fatwa contra Los Versos Satánicos de Rushdie de 1989, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, los atentados de la estación de Atocha en Madrid del 2004, los atentados de Londres de 2005 y los disturbios mortales contra la parodia del diario danés Jylland-Posten, así como la matanza por parte de los talibanes en diciembre de 2014 de 132 escolares en Pakistán.
Lo ocurrido en 2015 en París debe entenderse como parte de la lucha de los excluidos y como una carrera para definir nuevas normas de civilización a medida que la sociedad humana crece en interconexión mundial. Es una ruptura con los excesos de la libertad de expresión y la crueldad del fanatismo.
Lo dramático de todo esto es que unos fanáticos manipulan estas manifestaciones de indignación; y que la muerte y la destrucción que causan convierten su causa en una auténtica farsa.
Por lo tanto, el primer ministro francés debe ser claro acerca de lo que quiere decir cuando afirma que Francia mantiene una “guerra” contra el “Islam radical”.
Seguimos viviendo en lo que el historiador Eric Hobsbawm ha llamado la “era de los extremos”. Nuestra era es un rehén del terrorismo que nosotros mismos hemos cultivado. Estamos librando una guerra contra la violencia en todas sus manifestaciones, no en contra de las distintas expresiones de la fe por las que se rigen la historia y el futuro de la humanidad. Creo que perder de vista esta distinción eliminará los dones que nos ha legado la Razón.
* Profesor de relaciones internacionales en el European Inter-university Centre for Human Rights and Democratisation (Venecia, Italia) por el Instituto de Derechos Humanos Pedro Arrupe de la Universidad de Deust