En 2011, al final de una gira dancehall pinchando discos en formato Dj por Venezuela, junto con otros mendocinos, Karim y Mono Azul, nos salió un toque de tres días fuera del calendario en el archipiélago de Los Roques, enclavado en el Mar Caribe.
Recién en el aeropuerto nos fuimos enterando de qué se trataba: un paraíso ubicado a 170 kilómetros al norte de Caracas que conforma un extenso atolón coralino de 36 km, en un circuito de 375 islas, islotes y cayos que conforman el parque marino protegido más grande de América Latina.
El equipaje era muy básico: laptop, micrófono, bermudas, ojotas, bronceador, como mucho.
Volamos en un precario bimotor checo que se agitó todo el tiempo hasta aterrizar en la muy pequeña pista de la isla grande.
Nuestra actuación estaba agendada en uno de los dos únicos bares, La Chuchera, de la única isla habitada llamada Gran Roque, de apenas 1,7 km², donde sólo existían tres lugares para comer. La otra opción era esperar que pasara una vendedora ambulante que ofrecía empanadas.
De todas maneras, los paquetes que ofrecen las agencias de turismo, sobre todo europeas, en general vienen "all inclusive" por lo que los turistas no usan nada de cash allí y las visitas -un promedio de 50 mil al año- se instalan en las 60 posadas de la isla principal.
El paisaje es simplemente espectacular. El mar tiene un azul profundo y uno puede caminar por extensas lenguas de arena extremadamente fina.
Con los casi dos mil habitantes nativos conviven por temporada turistas, la mayoría alemanes, españoles e italianos que sólo hacen escala en Caracas y llegan directamente a Los Roques.
Teníamos dos días libres. El primero y el último, con el toque puesto en el medio, un sábado.
Para aprovecharlos, enseguida nos sugirieron hacer la excursión más atractiva del archipiélago: se arma un grupo pequeño de seis a ocho personas, te suben a una lancha y después de una hora de travesía por el mar abierto, te arrojan en una de las islas deshabitadas, de no más de quinientos metros de extensión, con sombrillas y una canasta con bebidas y comidas, nada más. Y te dicen: "Nos vemos más tarde" y desaparecen en el horizonte.
La rutina allí era muy estresante: largas caminatas solitarias, siestas con los pies en el agua, chapuzones con snorkel para interactuar con corales y miles de peces multicolores. La naturaleza era una explosión de sensaciones que te estallaban los sentidos.
Al atardecer comenzó a subir la marea, con el agua hasta las rodillas y la canasta flotando, nos imaginamos que pasaríamos la noche allí en medio de la nada. Pero al rato apareció otra vez la lancha y nos llevó de vuelta a la civilización.
Llegó el sábado y a la fiesta en la que tocamos se fueron sumando, además de los turistas que ya estaban en la isla, personas provenientes de docenas de yates súper lujosos que rodeaban los cayos; auténticos palacios flotantes.
El bar daba a la playa y el bailongo se armó en la arena con una multitud de gente. Tocamos descalzos hasta al amanecer con free de bebidas. Impresionante.
Fueron los tres mejores días de toda aquella gira venezolana.