Algunas discusiones son difíciles de dirimir pero son demasiado importantes para evitarlas. Esta es una: si la crisis social entre la clase pobre y trabajadora de Estados Unidos -el colapso de la familia con padre y madre, el debilitamiento de los lazos comunitarios- se entiende mejor como un problema de economía o de cultura.
Esa discusión vuelve a surgir siempre que hay una representación atractiva de la crisis. En 2012, el catalizador fue el libro de Charles Murray, Coming Apart, un retrato de la división entre dos comunidades ficticias después de los años sesenta: Belmont, de clase alta, y Fishtown, de clase trabajadora. Ahora es Our Kids de Robert Putnam que, con base en su pueblo natal de Ohio, presenta la divergente fortuna de las familias con estudios y las familias sin estudios.
Murray pertenece a la derecha libertaria y Putnam a la izquierda comunitaria, así que Putnam tiene más esperanzas de que la política económica pueda resolver los problemas de los que él habla. Pero Our Kids está sintonizado más con la cultura y aporta ayuda a los conservadores sociales que sospechan que se necesitaría una contrarrevolución cultural para recuperar a las familias estables de clase trabajadora de antaño.
Esa idea irrita a ciertas personas de izquierda. Como ellas ven las cosas, es el dinero y solamente el dinero lo que les falta y lo que necesitan el Fishtown de Murray el pueblo natal de Putnam. Y, para ellas, es el capitalismo descontrolado y la codicia de los republicanos, no la revolución sexual, lo que ha devastado a la clase trabajadora en los últimos años. Combatamos la pobreza, distribuyamos la riqueza y reviviremos a la familia y a la comunidad; así de fácil.
Su argumento acierta en algunos puntos. La economía estadounidense no se está desempeñando tan bien como antes para los obreros poco capacitados. Algunas regiones -como el Ohio de Putnam- han sufrido agudamente por la desindustrialización. La transición a una economía de servicios ha favorecido a las mujeres pero ha hecho que los hombres poco capacitados sean menos casaderos. La declinación de los sindicatos ha debilitado la estabilidad profesional y la capacidad de negocio de algunos obreros.
Y aun así, pese a esas perturbaciones y transiciones, los estadounidenses de menores ingresos tienen más dinero, experimentan menos pobreza y tienen una red de seguridad mucho más grande que sus abuelos. En general, las condiciones materiales han mejorado, no empeorado, a lo largo del período en que sus comunidades se vinieron abajo.
Por ejemplo, de 1979 a 2010, el ingreso promedio después de impuestos del quintil más bajo de hogares estadounidenses se elevó de 14.800 a 19.200; el del segundo quintil más bajo pasó de 29.900 a 39.100.
Entretanto, el gasto por persona del combate a la pobreza a nivel estatal y federal se incrementó en seis tantos de 1968 a 2008; y esto sin contar a Medicare, las prestaciones por desempleo y el seguro social. A pesar de cierto escepticismo de los conservadores, este gasto sí redujo el índice de pobreza (aunque probablemente más después de la reforma del sistema asistencial). Un cálculo creíble indica que el índice pasó de 26 por ciento en 1967 a 15 por ciento en 2012, y que también se redujo la pobreza infantil.
Estas tendencias simplemente no cuadran con la representación de una clase trabajadora devastada por la política económica de Reagan, como la presenta la izquierda. Tampoco la tendencia a largo plazo de la cobertura de seguros, el gasto por estudiante y otros indicadores.
La izquierda, por ejemplo, a veces pretende que la inestabilidad del ingreso de los trabajadores no tiene precedentes, pero un estudio de 2007 de la Oficina de Presupuestos del Congreso encontró "un pequeño cambio en la variación de los ingresos" en los años precedentes.
Éste es un debate muy denso cuya superficie yo puedo apenas rozar. (El de la desigualdad también cuando se consideran los ingresos absolutos, como también la inmigración, la inflación de los precios de artículos clave -¡incluso bodas!- y otros más.)
Pero el argumento básico es éste: en un pasado sustancialmente más pobre, con una red de seguridad mucho más delgada, los estadounidenses de bajos ingresos encontraron la forma de cultivar la monogamia, la fidelidad, la sobriedad y el ahorro en una medida que no han podido encontrar en nuestro presente de mayores gastos.
Entonces, por mucho que importe el dinero, es evidente que aquí está sucediendo algo más.
La revolución cultural de los sesenta no es el único “algo más” posible. Pero cuando tenemos un terremoto cultural que vuelve a la sociedad muchísimo más permisiva y subsecuentemente tenemos una espectacular fragmentación social entre los sectores vulnerables, negar que hay alguna relación parece como negar que tenemos la nariz al frente de la cara.
Reconocer que la cultura influye en la conducta y que los marcos morales son importantes no requiere estruendosas críticas de las decisiones morales de los pobres. Más bien, primero deberíamos de juzgar a la clase alta por ser tan solipsista que piensa que su actual concepto de permisividad “ideal” da resultados (más o menos) solo con los privilegiados y por no asumir ninguna responsabilidad moral (en las escuelas que maneja, los entretenimientos masivos que produce, la agenda social que favorece) por los efectos de la permisividad en los menos hábiles, los menos protegidos, los niños que no tienen padres que los vigilen continuamente para apagarles la televisión y para bloquearles la pornografía.
Este juicio podría ser un eco de la canción de Leonard Cohen: Ahora tú podrás decir que me he amargado pero de esto puedes estar seguro / Los ricos tienen sus canales en los dormitorios de los pobres.
Y sin descartar el efecto del dinero en el tejido social, esto plantearía la posibilidad de que lo que haya en esos canales a veces es más importante.