La elección de Donald Trump como próximo presidente de los Estados Unidos generó una ola de análisis sobre el por qué de la victoria del excéntrico y arbitrario magnate, famoso tanto por su fortuna, hecha al calor de la especulación inmobiliaria (rasgo de familia con los Kirchner), como por sus palabras y conductas misóginas y xenófobas, sus sucesivas, bellas y jóvenes esposas y su rol estelar en un reality televisivo cuyo momento culminante, en cada episodio, era cuando le asestaba a la víctima la frase fatídica: “you’re fired” (estás despedido).
Con una mezcla de impiedad y deleite, Trump iba echando del concurso a aspirantes a hombres de negocios que pujaban por su aprobación. Esa frase (“you’re fired”), decía, había “hecho grande a los Estados Unidos”.
Ahora Trump tiene ante sí una tarea mucho más grande que cualquiera de los negocios que realizó a lo largo de su vida. Y el mundo entró en una fase de incertidumbre, por el tenor de las promesas de campaña, que fueron desde levantar un muro en la frontera con México, cortar drásticamente las importaciones imponiendo aranceles de 35% a los autos y autopartes mexicanos y de 45% a los bienes producidos en China; abandonar la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte, la alianza militar con Europa occidental y Japón que durante la segunda posguerra mundial Washington opuso a los países de la órbita ex soviética), echar a millones de inmigrantes indocumentados y retirar a los EEUU de Tratados de Libre Comercio como el Nafta y de los acuerdos globales (el más reciente, alcanzado en París en 2015) para combatir el cambio climático.
Además, Trump prometió realizar el más ambicioso plan de obras públicas de la historia de los Estados Unidos, por unos 550.000 millones de dólares, y cortar los impuestos para que la economía, según afirmó, vuelva a crecer a cerca del 5% anual, restaurando el “sueño americano” de que cada generación esté claramente mejor que la anterior. A la “globalización”, Donald opuso la “reamericanización” de su propio país, con el slogan “América (por Estados Unidos) primero”.
Nadie sabe cuán duro intentará Trump, en la práctica, cumplir sus promesas. Pero algo es cierto: su triunfo acentuó incertidumbres y creó algunas más. En ese marco, subieron las tasas de interés de largo plazo en EEUU, subió el oro y también, de momento, el dólar, lo que precipitó la salida de fondos y la devaluación de las monedas de los mercados emergentes y comenzó a encarecer el crédito internacional.
No son buenas noticias para el gobierno argentino. Más allá de la promesa que, dijo Macri, le hizo Trump, de que ambos países tendrán en adelante “la mejor relación de la historia”, el cambio obliga a repensar la estrategia del gradualismo fiscal, esto es, la persistencia por algunos años de un fuerte déficit en las cuentas públicas, enjugado por crédito externo abundante y barato.
La combinación de política fiscal “blanda” (aunque la oposición política y gran parte de la sociedad hablen de “ajuste”) y política monetaria “dura” (orientada por la tasa de las letras del Banco Central ahora al 26,25%) fue la elegida por el Gobierno en su primer año, con flojos resultados. La inflación anual cerrará en torno del 40%, y si bien su ritmo decayó en la segunda mitad del año no fue de modo contundente y definitivo, mientras que sí persistió una economía anémica de inversiones, demanda de consumo y empleo.
A su vez, Trump tendrá que afrontar el costo de sus propias decisiones. México y China (a quienes prometió cortarles el chorro importador) son también, respectivamente, primero y tercer comprador mundial de bienes de EEUU. Es dudoso que Pekín asista impávida a un eventual “castigo” de Washington. Y si Trump expulsa trabajadores indocumentados, obstruye remesas y encarece las importaciones mexicanas, tanto de autos como de productos agrícolas, serán los consumidores norteamericanos los que deberán pagar más caros sus consumos.
Inflación que le dicen.
No sólo China y México están preocupados por las promesas de Trump. También lo está la que es, por el tamaño de su PBI, la séptima economía del mundo, California, que con algo más de 2,5 billones de dólares (esto es, 2,5 millones de veces un millón de dólares) supera el PBI de Brasil. Un cálculo del Instituto Petersen de Economía Internacional, basado en Washington, es que el Golden State, el más grande de EEUU, perdería 640.000 empleos si Trump cumpliera sus promesas. Allí están basadas buena parte de la producción agrícola y del económicamente poderoso (aunque, parece, no tan políticamente influyente) sector de “alta tecnología” y el grueso de los intercambios con Asia, el área más pujante de la economía mundial, al punto que por los puertos del sur californiano, del que dependen más de 4 millones de empleos, pasa el 40% de las importaciones totales de EEUU.
En fin, que no fue sólo por el espíritu liberal y hollywoodiano que los californianos salieron a protestar contra Trump y hasta acuñaron, por ahora livianamente, el término “Calexit”, sobre la eventual voluntad del Estado de “retirarse” de los Estados Unidos, del mismo modo que los británicos, con el “Brexit”, votaron irse de la Unión Europea.
Más allá de exageraciones iniciales y potenciales, la presidencia de Trump promete ser al menos tan disruptiva como era la que, a partir de enero de 1981, inició Ronald Reagan.
Argentina no está de ningún modo en la primera línea de afectados directos, pero debe tenerlo muy en cuenta. Cuando el cielo está encapotado no es seguro que llueva, pero es más seguro salir con paraguas.