Trabajo en instituciones educativas desde hace 15 años y nunca he visto nada parecido a esto; creo que nadie. Estudiantes enviados a sus casas, escuelas cerradas, aulas vacías, maestros día y noche frente a una computadora o, paradójicamente, encontrando en el teléfono, acérrimo enemigo de otros tiempos, al mejor aliado para sostener la supervivencia de la escuela.
Los chicos tampoco han vivido nada parecido a esto. Para ellos se terminó la calle, la escuela (como espacio), el deporte, las reuniones de amigos, el boliche y los noviazgos de la adolescencia. Todo eso se redujo a cero y esos espacios vacíos los ocupan ahora la familia, de repente omnipresente; y la tecnología, en el mejor de los casos. Muchos están viendo también por primera vez una angustia sin precedentes entre sus seres queridos. Están sintiendo emociones que no saben nombrar. Otros están tomando conciencia de la vulnerabilidad en la que viven. La escuela presencial amortiguaba todas esas angustias, temores y desigualdades; la escuela tecnológica las expone o agranda.
No cabe duda de que el contexto en el que estamos educando se ha transformado profundamente. Y no es solamente por el traslado de lo presencial a lo virtual. Eso es solo la punta del iceberg. Es por las enormes transformaciones familiares, sociales y económicas que nos atraviesan desde que se decretó el aislamiento global.
Nuestros dispositivos educativos estaban preparados para otra realidad; si intentamos persistir en estos dispositivos mudándolos de lo analógico a lo digital, sólo aumentaremos la grieta que suele existir entre lo esperado y lo real y en esa grieta caerán muchos de nuestros estudiantes. El contexto obliga también a un cambio en las estructuras organizativas y funcionales de la escuela.
¿Cómo adaptar la escuela a este nuevo contexto? ¿Qué significa hacer escuela en medio de esta crisis global sin precedentes? La respuesta a esta pregunta es parte de la incertidumbre reinante pero no podremos soslayar una cuestión fundamental: hoy, más que nunca, para adecuarse al contexto, resulta imprescindible educar desde una perspectiva de derechos.
Las niñas, los niños y los adolescentes son sujetos de derechos y poseen aptitud para ejercer muchos de ellos. Tienen, por supuesto, derecho a la educación, a la salud, al bienestar pero también tienen derecho a la intimidad, a la libertad de expresión y a que sus opiniones sean tenidas en cuenta. Tienen derecho a decidir sobre su imagen y a definir su identidad. No podemos negar que esos derechos han sido puestos en severo riesgo como consecuencia de la pandemia. Riesgo que debe ser conjurado por los adultos que se sitúan en círculos concéntricos a su alrededor: familia, escuela, Estado. Parados en el borde del segundo círculo, debemos preguntarnos qué significa para la escuela cumplir su función protectora en el marco de esta crisis global.
Cumplir esa función protectora significa seguir educando. Y la escuela lo ha seguido haciendo. Como en todas las crisis que hemos vivido, la institución más golpeada y, a la vez, la primera en adaptarse y dar respuesta a las nuevas realidades ha sido la escuela y esta crisis no es la excepción.
A su vez, el gran desafío que plantea la realización efectiva de este derecho es el de incluir a todos. No hay dudas de que antes de la pandemia ya existían desigualdades enormes; pero la necesidad de implementar, por la fuerza de los hechos, la enseñanza a distancia, las ha dejado a la vista como una fractura expuesta. En este contexto, la inclusión de todos los estudiantes en los nuevos dispositivos educativos resulta fundamental y ningún esfuerzo será suficiente para que todos ellos estén contenidos en esta modalidad de emergencia que ha adoptado el sistema educativo.
Las estructuras de los servicios de orientación psicopedagógica y las redes de acompañamiento social deben repensarse, así como las funciones de preceptores y equipos directivos; ahora los chicos no vienen a la escuela, es la escuela la que debe ir a su encuentro y esto requiere un esfuerzo mayor y diferente.
La inclusión debe darse en cantidad y en calidad. Lo primero es tener a todos los chicos en la “escuela”, de acuerdo; pero en la transformación que estamos llevando adelante para adaptarnos al aislamiento, tenemos el deber de escuchar lo que las niñas, los niños y los adolescentes tienen para decir, escuchar lo que necesitan y piensan y tenerlo en cuenta al tomar nuestras decisiones. En este punto, educar con perspectiva de derechos implica generar espacios institucionales de escucha e interacción en los que los estudiantes puedan expresar sus pareceres, sus opiniones y sus necesidades. Y no solo porque sea un derecho de ellos, sino porque sus aportes pueden ser muy positivos para la toma de decisiones. La educación es necesariamente un proceso de ida y vuelta y no puede ser una imposición unilateral. La transformación de la escuela es para ellos, pero también debe ser con ellos.
Por otro lado, en las relaciones que se dan en la escuela se ponen en juego la imagen, la identidad, la intimidad, la integridad y el bienestar de los estudiantes. Estamos acostumbrados a lidiar con los riesgos de vulneración de esos derechos en el aula, pero en el aislamiento, su configuración ha cambiado rotundamente y debemos producir nuevos mecanismos de protección. Las interacciones en las comunicaciones electrónicas producen riesgos que debemos estar preparados para prevenir y abordar.
Nuestras propias acciones pueden impactar directamente sobre los derechos de los jóvenes; estamos entrando, a través de la tecnología, en la casa de nuestros estudiantes. Procuremos que este ingreso sea portador de tranquilidad, restaurador de algo de la normalidad perdida y guiado por una intención de acompañamiento.
Hemos hecho enormes avances para garantizar la educación de todos los estudiantes en el contexto de la pandemia y lo hemos hecho de una manera no solo eficiente sino también muy veloz. Toca ahora pensar cómo optimizar y mejorar esta enorme obra, de qué manera vamos a establecer procesos educativos de calidad, con inclusión y con la protección a los derechos de todos.