La dimensión que adquirió el conflicto en torno de la reforma del impuesto a las Ganancias es otra demostración de la pequeñez del debate político y económico en la Argentina.
Durante la campaña electoral 2015, Mauricio Macri dijo que eliminaría el impuesto, afirmación infantil y demagógica en la que quedó enredado cuando llegó al gobierno.
La dura realidad fiscal lo hizo reconsiderar. Afortunadamente, porque el mal llamado “Impuesto a las Ganancias” es el más progresista y menos distorsivo de los impuestos de los sistemas tributarios de los países desarrollados: el que más gana, más paga.
En los países de la OCDE, este tributo recauda en promedio 9% del PBI, y más del 12 % en los escandinavos. En la Argentina, en cambio, recaudó 3,2% del PBI en 2015 y apenas 2,4 % este año. En 2017 recaudaría menos según el proyecto oficial, y aún menos si prevaleciera el proyecto opositor, que ya tuvo media sanción en Diputados, gracias a la alianza (¿sólo táctica?) entre el kirchnerismo y el massismo.
Por empezar, deberíamos reconsiderar el nombre del tributo y llamarlo impuesto al ingreso, lo que haría irrelevante una frase efectiva pero engañosa que impulsó la CGT en tiempos de Hugo Moyano y que aún se repite: “El salario no es Ganancia”. Y es cierto, no es Ganancia del modo en que lo es para una empresa, pero es un ingreso perfectamente gravable. ¿Acaso estaría bien morder las “Ganancias” de un quiosquero, un panadero o un productor frutícola, o las de un micro, pequeño o mediano empresario que apenas salen a flote, y a la vez eximir el “Salario” de un gerente de una gran empresa que gana el equivalente a quince, veinte o más miles de dólares por mes o el de un camionero que gana cerca de cien mil pesos o el de un petrolero que supera esa cota?
La distorsión del debate arrancó con las distorsiones del impuesto en los años del kirchnerismo, por dos motivos básicos: el rezago de la actualización del llamado “Mínimo no Imponible” (la línea divisoria entre quienes tributan o no tributan Ganancias) que fue a la zaga de la inflación y, más relevante aún, la no actualización de los “tramos” del impuesto. En los doce años y medio y chirolas de gobiernos K, la inflación real fue de aproximadamente 1.400%, pero los tramos se actualizaron 0%.
Así, el problema no fue tanto que más personas empezaran a pagar “Ganancias” (por el rezago de la actualización del Mínimo No Imponible) sino que los alcanzados pagaran alícuotas cada vez más altas. De hecho, cada vez más asalariados pagaron las tasas del tramo superior del impuesto, aun cuando su poder adquisitivo hubiera disminuido.
El economista Federico Muñoz brinda dos ejemplos de esta distorsión:
- Hasta 2007 se comenzaba a pagar la alícuota marginal máxima de 35% a partir de (a valores de hoy) 100.000 mensuales de ingreso. En 2015, en cambio, bastaba con ganar más de 31.000 pesos (a valores de hoy) para que el Estado mordiera el 35% que excediera esa suma.
- Siempre a valores de 2016, un asalariado con ingresos mensuales netos de 30.000 pesos no fue alcanzado por Ganancias entre 2007 y 2011, pero en 2015 tuvo que dejar al Estado (sólo en concepto de ese tributo) el 9% de su salario. En tanto, un asalariado que ganara 60.000 pesos de hoy dejaba a la AFIP por “Ganancias” el 7% en 2007, pero debió dejarle cada vez más hasta sufrir una mordida promedio de 22% (porcentualmente más del triple) en 2015.
Por todo eso, el impuesto debía reformularse pero no convertirse en el centro del debate tributario. En un país con un tercio de la población en la pobreza y en el que sólo el 10% del total de la población ocupada paga impuesto a las Ganancias (tributo que alcanza a aproximadamente a un quinto de los trabajadores en blanco), mucho más importante sería reducir la alícuota del IVA (21%, entre las más altas del mundo), reducir las cargas que encarecen y desalientan el empleo sin mejorar el ingreso de los empleados, o depender menos del impuesto a los Ingresos Brutos, o reducir o eliminar tributos como el impuesto al cheque que no sólo distorsionan el cálculo económico sino que fomentan la evasión y hasta aumentan el riesgo físico de las personas involucradas (piénsese, por ejemplo, en una operación inmobiliaria).
Como dice Félix Piacentini, de la consultora Noanomics, la discusión por el Impuesto a las Ganancias no es prioritaria a favor de los “laburantes”; no es solidaria ni federal (de hecho, reduce el peso de un tributo que se distribuye entre las provincias) ni pro-crecimiento.
Peor aún, para compensar la caída de su recaudación, el proyecto aprobado en Diputados incluye dislates como gravar plazos fijos (que Massa considera “especulación”) cuya tasa es inferior a la inflación, lo que a su vez ahuyentará el ahorro y encarecerá el crédito local, clave para financiar la inversión y no depender tanto del crédito internacional.
Pero en el País Jardín de Infantes (concepto acuñado por la inolvidable María Elena Walsh en la etapa más oscura de la historia moderna de la Argentina) los méritos reales de los proyectos poco cuentan. Importan más la chicana política y anotarse puntos en la riña mediática y los entreveros legislativos.
(A posteriori de escrita esta nota el Gobierno consiguió, con apoyo de algunos senadores y gobernadores, frenar temporalmente el proyecto aprobado en Diputados; el episodio tiene final abierto. Pero la conclusión no varía: así estamos).