En 2015 la lista de ganadores de torneos de la ATP no registró la presencia de jugadores argentinos y en esa misma secuencia puede ser asociado el hecho de que por segunda edición consecutiva el torneo de Buenos Aires tampoco tuvo compatriotas entre los ocho mejores: ¿habrá un margen razonable, justificado y pertinente para dar cuenta de una crisis o vicisitud semejante?
Depende de la perspectiva: si se da por descontado que el tenis argentino está obligado a contar con por lo menos un jugador en el top ten y no menos de tres o cuatro más en el top 50 y algunos entreverados con la crema de la crema de los Grand Slam, pues entonces sí, entonces es dable deducir, y decirlo al pan pan, con todas las letras, que se asiste a una crisis profunda y al parecer sin superación a la vuelta de la esquina.
El gigantesco interrogante que representa el futuro de Juan Martín del Potro, que por cierto ya ha dejado de ser un chiquilín, coincide con la modesta nómina de dos en el top 50 y un total de seis en el top 100: Leonardo Mayer 37, Federico Delbonis 45, Juan Mónaco 55, Guido Pella 71, Diego Schwartzman 89 y Facundo Bagnis 97.
La enumeración, por cierto, cobra visos más preocupantes si se tiene en cuenta que Schwartzman tiene 23 años, Pella, Bagnis y Delbonis 25, Mayer 28 y Mónaco 31; esto es, en los cuatro primeros la curva de evolución se infiere relativa y tanto Mayer cuanto Mónaco, sobremanera el tandilense, ya han llegado a su techo.
Claro que hay otra manera de ver las cosas, una manera menos subordinada a la agenda diaria y/o temporaria y menos atada a un recorte que supone un lastre o un motivo de vergüenza aquello que, mejor mirado, no supera la estatura de un puñado de fotogramas en una película larga, larga, larga.
En ninguna parte está predicho que el tenis argentino esté obligado a alumbrar cracks en cada año o en cada lustro, ni siquiera en cada década.
¿O ya nos olvidamos que Estados Unidos atravesó enormes dificultades para reverdecer laureles sesentistas, setentistas y demás?
¿O daremos un valor relativo al hecho de que la mismísima Gran Bretaña atravesó un interminable ciclo de sequía de títulos y de finalistas en Wimbledon?
Pero no nos vayamos a geografías tan lejanas: ¡hacia finales del siglo XX hubo un específico momento de soledad de Hernán Gumy entre los primeros 100 del ranking de la ATP y cuando en agosto de 1996 saltó al puesto 39 daba para llamar a una suelta de globos y fuegos artificiales!
Es cierto, como alguna vez declaró el gran Guillermo Cañas, que la denominada "Legión" puso al tenis argentino casi al mismo nivel que el fútbol, pero esa sentencia cobra su justa dimensión siempre y cuando venga acompañada de un par de observaciones indispensables: que "La Legión" debe de ser interpretada como una excepción, jamás como una regla, y que bueno sería tomar distancia de un abuso de metáforas del deporte de la pelota número 5.
Para la cofradía del tenis argentino, la blanca cofradía de la bola amarilla, sería saludable separar la maleza de la natural nostalgia que produce el dolor de ya no ser y, amén de valorizar lo ya disfrutado, lo que ya está hecho, está abrigado y está en casa, decline lo peor de la cultura futbolera: la impaciencia, la baja tolerancia a la frustración y la iracundia caprichosa en clave de Atila.