Por Rodolfo Cavagnaro - Especial para Los Andes
Soy de la generación que conoció y usó el ferrocarril. Y debo decir que mis recuerdos son muy lindos. Salvo el tramo final, posterior a la hiperinflación, donde el deterioro llegó a niveles tales que no se sabía a qué hora se salía ni a qué hora se llegaba, puedo contar miles de anécdotas en viajes cortos y largos.
Por razones de trabajo pude conocer casi todo el país y ver la importancia que tuvo el ferrocarril en el nacimiento de pueblos y ciudades, algunos de los cuales luego fueron despoblándose cuando comenzó el desguace en la época de Martínez de Hoz.
Pero también la modernidad les jugó una mala pasada. En algunos pueblos de la provincia de Buenos Aires me contaban que lo que los mató fue el asfalto de las rutas, que acercó distancias y movilizó a muchas personas a mudarse a ciudades más grandes.
Cuando finalmente se decidió su privatización (que no fue tal sino que se entregaron en concesión ya que las vías y estaciones siguieron perteneciendo al Estado nacional) ya se decía que perdían 1 millón de dólares por día y, en un país fundido, todos aplaudieron la entrega a privados que los hicieran más eficientes.
Pero no lo fueron porque las privatizaciones no fueron eficientes, el Estado siguió subsidiando a privados que no invirtieron ni recuperaron el servicio.
Este tipo de transporte, que fue fundamental en la época del desarrollo del sector agroexportador y en la colonización de muchas provincias, fue cayendo por ineficiencia, por el manejo político y por la confusión entre los objetivos empresarios y los roles políticos.
En un país con distancias tan grandes como la Argentina, el ferrocarril puede y debe cumplir un rol muy importante para movilizar personas y producciones, algo que hoy se hace en rutas sobrecargadas de camiones y autos, con gran cantidad de accidentes y serios riesgos ambientales.
La aprobación de la ley que vuelve a la esfera del Estado nacional, apoyada por la mayoría de los bloques parlamentarios, recoge una demanda social creciente, pero envuelve un gran desafío: hacer una empresa eficiente para que brinde los mejores servicios a los usuarios sin llenarlo de subsidios ni superpoblar de empleados y punteros políticos sus plantas de personal.
Las nuevas tecnologías exigen altos niveles de profesionalismo de parte de todos los niveles, tanto de ejecutivos como de empleados. No puede
volver a nacer un ferrocarril viejo, tiene que nacer uno moderno. No hacen falta trenes bala, sino unidades que acorten distancias a velocidades razonables con altos niveles de seguridad y confiabilidad, respetando una ecuación económica que sea eficiente y transparente.
No se puede volver a hacer ideologismo con los trenes. Es momento de corregir errores del pasado, donde fracasaron en manos del Estado y también fracasaron en manos privadas.
Los argentinos, en general, están contentos, pero tienen grandes expectativas. Los argentinos no quieren trenes estatales o privados, no quieren trenes de derecha o de izquierda. Solo quieren trenes eficientes donde no haya corrupción y exista la mejor calidad de servicio.
Esto solo será posible si la empresa nace con concepción empresaria, tanto en la gestión del negocio (porque es un negocio) que debe competir en igualdad de condiciones con el transporte terrestre y en calidad de servicios con el aéreo, como en la profesionalización de sus capital humano, que debe estar alejado del clientelismo político.
Si lo conseguimos, habremos corregido una página triste de la historia para mirar el futuro con mejores perspectivas.