El mejor día para reflexionar sobre Malvinas quizá no sea el 2 de abril, fecha conmemorativa del desembarco de 1982, en la cual se recuerda a los veteranos y caídos en la guerra del Atlántico Sur. Quizá tampoco sea el 10 de junio, cuando celebramos la afirmación de los derechos argentinos sobre los archipiélagos australes y el sector antártico.
En mi opinión, la mejor fecha para repensar Malvinas es el 14 de junio, un día que viene pasando desapercibido pese a que resulta clave para resolver el conflicto que nuestro país continúa manteniendo con el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte a propósito de la soberanía sobre los archipiélagos de Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur.
Y es que el 14 de junio de 1982 nuestras Fuerzas Armadas fueron derrotadas en Malvinas, poniendo fin a una guerra feroz de 74 días. Desde entonces los argentinos le hemos dado diversos nombres a la ocupación militar del 2 de abril de 1982 y a sus acciones bélicas consecuentes (“gesta”, “batalla”, “conflicto”, “guerra”, “afirmación de soberanía”), pero no hemos atinado a internalizar que, cualquiera fuera el título, la aventura terminó con una rendición formal firmada por el General Mario Benjamín Menéndez, gobernador militar de los archipiélagos reclamados y, por ende, máxima autoridad política en esos territorios.
Tras la rendición, y con justos argumentos, la Argentina ha persistido en su reclamo de soberanía, sea en el período durante el cual las relaciones bilaterales estuvieron interrumpidas o bien después. Recién el 19 de octubre de 1989 las delegaciones diplomáticas argentina y británica, reunidas en Madrid, suscribieron una declaración conjunta expresando que “todas las hostilidades habían cesado”. Desde entonces, ningún gobierno argentino ha reconocido la derrota en la guerra, como si ello significara claudicar en el reclamo de soberanía.
Es más, en 1994, en ocasión de nuestra última reforma constitucional, se incorporó al texto de la Carta Magna una disposición transitoria conforme a la cual la Nación Argentina ratificó su “legítima e imprescriptible soberanía” sobre los tres archipiélagos en disputa, sus espacios marítimos e insulares, por considerarlos parte integrante del territorio nacional. Allí se afirmó que “la recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía, respetando el modo de vida de sus habitantes, y conforme a los principios del derecho internacional, constituyen un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino”.
Han pasado 37 años desde 1982 y las Malvinas no están ni un centímetro más cerca del continente, muy probablemente debido a nuestra retórica patriotera y a nuestras erráticas acciones unilaterales. Y es que en todo este tiempo la política exterior argentina ha sido de todo menos coherente. Hemos oscilado entre vender los planos del misil Cóndor a Egipto (terminaron en Irak) a vender clandestinamente armas a Ecuador durante la guerra que ese país mantenía con Perú (nuestro histórico aliado).
Hemos pasado de “relaciones carnales” con Estados Unidos a un incomprensible pacto con la República Islámica de Irán (el principal sospechoso de la voladura del edificio de la AMIA en Buenos Aires). En pocas palabras, nuestras relaciones exteriores han sido un auténtico electrocardiograma. El gobierno británico, y especialmente los habitantes de Malvinas, deben vernos como un país absolutamente peligroso, por inestable, imprevisible y errático.
No es de extrañar por eso que Gran Bretaña no baje la guardia frente a la Argentina.
Aunque la Zona de Protección establecida en torno a Malvinas por el gobierno británico fue formalmente dejada sin efecto en 1990, para entonces ya estaba construida la formidable base aérea de Mount Pleasant, que proyecta vigilancia radar y defensa aérea efectiva sobre exactamente la misma superficie, por lo que en los hechos la situación de alerta ha seguido igual. Segura de su fortaleza militar, Gran Bretaña continúa en posesión de los tres archipiélagos disputados, negándose a dialogar respecto de cualquier aspecto vinculado a su soberanía, algo a lo que estaba dispuesta antes de la ocupación militar argentina.
Así, la irresponsable ocupación de abril de 1982 selló el destino de las islas, probablemente para siempre. Para peor, fuimos vencidos en una guerra que nuestros dirigentes militares y diplomáticos pensaron, alegremente, que jamás tendría lugar. Ya no es ningún secreto que toda la hipótesis de conflicto que manejó la Junta de Gobierno y su Cancillería se resumió en que no habría ningún conflicto. Es decir, en que Gran Bretaña nunca respondería militarmente. Pero los ingleses reaccionaron enérgicamente y, además, ganaron.
Este último detalle no ha sido digerido en Argentina. La perorata patriotera que venimos escuchando desde 1982 niega y oculta la derrota, como si jamás hubiera existido, como si tuviéramos una segunda oportunidad de “volver y vencer”. De la derrota no se puede hablar, es un tabú tanto histórico como político, y aquellos que ponen el acento en ese hecho son vistos directamente como traidores.
Sin embargo, reconocer la derrota resulta vital para el proceso de recuperación de nuestras islas. Es un acto de madurez que el mundo en general, y Gran Bretaña en particular, espera de nuestra parte. Todos los países vencidos que reconocieron sus derrotas gozan hoy de respeto en el concierto internacional, y en muchos casos han logrado recuperar los territorios disputados.
Por supuesto, reconocer la derrota es insoportable, como admitió el Emperador Hirohito en 1945, cuando se dirigió al pueblo japonés para impelerlo a que aceptara la victoria norteamericana en la Segunda Guerra Mundial. Pero ese gesto desgarrador, magnánimo, permitió la reconstrucción de Japón, que hoy es uno de los principales aliados económicos y tecnológicos de los otrora países vencedores.
Quizá sea tiempo de que los argentinos soportemos lo insoportable. No sólo porque objetivamente fuimos derrotados, sino porque el reconocimiento pavimentará el camino de regreso a Malvinas. El status de “no vencidos” sólo fortalece la posición de intransigencia británica y, además, alimenta el odio que nos profesan los isleños, derivado del temor que todavía les genera un país de casi cincuenta millones de habitantes en cuyas calles se multiplica, por miles, las pintadas “volveremos, venceremos”.
Es imperioso superar ese enfoque, pues de otro modo seguiremos entrampados en la lógica maniquea y chauvinista según la cual los ingleses son piratas infames carentes de toda ley y nosotros somos ejemplos de civilidad totalmente apegados a derecho. Esto no es verdad, ni lo fue nunca. La ocupación militar de las islas fue un delirio absoluto concebido con una irresponsabilidad inaudita por un gobierno de facto, las Naciones Unidas nos consideraron de inmediato país agresor y recibimos sanciones internacionales instantáneas. En éste contexto, la guerra se perdió el mismo día que entramos en Stanley.
Si no asumimos la derrota, la cuestión Malvinas no tiene solución posible en el futuro, porque el gobierno británico jamás aceptará discutir ningún aspecto vinculado a soberanía con un país que niegue el hecho evidente de haber sido vencido en una guerra.