Orlando Pardo: el vuelo del maestro

El domingo pasado, a los 84 años, murió uno de los grandes referentes de la pintura de Mendoza. Formado en su provincia y en Tucumán, vivió en Buenos Aires, viajó por el mundo y construyó una carrera como docente y artista que lo posicionaron cual creado

Orlando Pardo: el vuelo del maestro
Orlando Pardo: el vuelo del maestro

Orlando Pardo quería ser aviador. Soñaba con viajar entre las nubes. Tan fuerte era su deseo de convertirse en piloto, que a los 11 años planteaba la idea de instalarse en Córdoba donde, creía, aprendería a dominar aeroplanos. Nació el 2 de noviembre de 1930 en Luján de Cuyo, en una familia integrada por padre, madre y cinco hermanos.

A sus cinco años, los Pardo se trasladaron al departamento de Tupungato, donde descubrió las primeras pinceladas de una paleta que con el tiempo se volvería infinita. Fue el hermano de su padrino, aviador y pintor aficionado, quien lo acercó al arte como un juego, un juego que a lo largo de sus 84 años sostuvo en el trazo ancho y la mirada tierna. Porque para Pardo, lo suyo no era trabajar, un cuadro era un acto de amor y la pintura era el mejor pretexto para hacer de la vida una obra de arte.

Cuenta su biografía, la que reconstruyó el licenciado en historia del arte Pablo Chiavazza para la Fundación Rural Mendoza y fundamental para este relato, que al ver sus creaciones en 1941, el artista Marcelo Santángelo -amigo del hermano mayor de Pardo- lo motivó y ayudó para que ingresara a la Academia Nacional de Bellas Artes de la UNCuyo, carrera de la que Orlando desconocía su existencia. Un año más tarde, el adolescente descubría un mundo nuevo del que no hubo retorno, ni siquiera para pensar en avionetas.

En maestros como Roberto Azzoni o Sergio Sergi, Pardo vio ejemplos a seguir. En un taller de pintura en la Ciudad, fuera del horario de clases, conoció al joven Carlos Alonso, que además de vivir a cuadras de su casa compartía la pasión por la pintura y el dibujo. A ese aliado fundamental de la juventud se sumaría más tarde Enrique Sobisch, amigo de quien sería su gran compañera: Chela.

Como alumno destacado que fue, las exposiciones no tardaron en llegar. En 1944 mostró sus trabajos en la Casa de Mendoza en Buenos Aires al tiempo que fue cadete de la Universidad, dinero con el cual rentó una habitación en un conventillo de la calle Primitivo de la Reta y Amigorena. En ese primer rincón-taller, compartió la bohemia de la época con sus pares más cercanos, como Fernando Lorenzo, Ciro Bustos o el mismísimo Alonso.

Movilizado con la vida cultural de su tiempo, Pardo participó en las luchas estudiantiles y en cuanta reunión de café se diera para el intercambio político y estético. El viaje de 1949 a Tucumán junto a Alonso alimentó su ilusión de convertirse en discípulo de Lino Enea Spilimbergo, anhelo que tomó forma cuando el admirado maestro le consiguió un taller en el que Pardo dio los pasos iniciales con modelos y desnudos.

Tres años después y con la primera serie de pinturas sobre niños bajo el brazo, Orlando regresó a su provincia natal para hacer el servicio militar, sin saber que en 1953 formaría parte del público asistente al Congreso Continental de la Cultura en Santiago de Chile, donde conoció a los mexicanos Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros y con ellos, al despliegue monumental y público del muralismo. Ese año también realizó su primera exposición individual en la Galería Giménez y la conoció a Chela, su par, su mujer, la madre de sus cuatro hijas -Selva, Violeta, Laura y Andrea-, su marchand y la mujer del último adiós.

“Nos vimos en mi cumpleaños número 20. Yo era parte del grupo de Sobisch, con quien salíamos en barra y hacíamos una revista. Buscábamos cualquier pretexto para festejar y así fue como en la celebración de mi aniversario, Enrique me dijo: “Te lo voy a presentar”. A la mañana siguiente lo trajo a Pardo, que era un tímido lleno de rulos y ojos verdes y me dijo: “¿Cómo le va, niña?” Esa noche yo lo saqué a bailar porque me gustaba y él decía que no, porque era tímido y además hosco con el mundo. Cuando vi su talento quedé muy impresionada. A los meses nos casamos y nos fuimos a Buenos Aires”, dijo en una entrevista en 2013 Chela Arce, Chela Pardo: Chela.

Idas y vueltas: los viajes de Pardo

Antes de la partida del matrimonio, Orlando obtuvo el Primer Premio en el Salón de Cuyo en 1963 y durante la década que residió en la gran ciudad cosechó muestras e invitaciones del exterior que lo configuraron en un artista mendocino con proyección internacional. Entre las galerías porteñas que abrieron al público los universos de Pardo sobresalen Nexo, Van Riel, Joraci o Rubinstein, en Mar del Plata.

“En un momento se enojó mucho con Buenos Aires y decidió no participar de ningún salón porque estaban mal hechos los reglamentos. Pardo estaba en desacuerdo con ese sistema. El mercado de esa época era muy chico y cerrado y entrar ahí era asegurarse un lugar nacional. Pardo se enojaba con los críticos, con los galeristas y yo mediaba porque vivíamos de la venta”, comentó en aquella entrevista realizada en la casa de Chacras de Coria su marchand, al recordar un episodio en el que lo convocaron a Orlando a una reunión con los críticos más prestigiosos del momento y le anunciaron que obtendría un premio en dinero con la posibilidad de viajar a Europa, reconocimiento que el pintor rechazó luego de que le impidieran ver la obra de sus colegas.

“Le dijeron que no, que harían luego la convocatoria y el se peleó con todos y dijo que no se prestaría a eso. Era así: los grandes premios de ese momento se pactaban, se negociaban”.

Luego de un corto viaje de perfeccionamiento a Francia, el pintor regresó a Buenos Aires en 1968  y cinco años más tarde, con el ahorro de un aniversario de retratos  a particulares adinerados, regresó junto a su familia a Mendoza y se instaló definitivamente en Chacras de Coria. Expuso en Perú, pintó niños y pájaros. Viajó invitado por galerías de Chile, Perú, Venezuela, Colombia o Nueva York. Fundó el Taller 77 junto al artista Luis Ciceri, donde decenas, ¿centenas? de niños y adultos pasaron por sus clases: “Hay cosas que aprendí de él porque me las dijo y otras que las vi; no voy a hacerlo cargo de enseñanzas que quizás no quiso darme. Yo recuerdo aquellos años como de muchos sueños, de mucha entrega y dedicación a la pintura. Con él aprendí el oficio, como también cuestiones caligráficas o ritmos corporales que se expresan en la obra. La soltura y frescura de su pintura, aún a sus 82 años, es implacable”, decía en una entrevista a Los Andes el alumno primero y el artista después, Alexis Yebra, radicado por estos días en Francia.

En 1987 fue seleccionado para participar en la I Bienal Internacional de Pintura de Cuenca, en Ecuador, junto a sus pares Hernán Abal y Alfredo Ceverino. “Nuestra relación fue de pintor a pintor. Pardo era un señor y un niño, tenía una forma infantil de ser pero era coherente: fue lo que pintó. Hacía todo con la seriedad del tipo que juega.

La obra de Pardo es como Pardo, sin dobleces. A pesar de ser de una generación anterior a la mía, Pardo no lo hizo notar nunca, no hacía diferencias. Pardo es de la época en la se podía hablar de bohemia en Mendoza. Pardo es Chela, Chela es Pardo”, expresa con motivo de su muerte reciente el maestro de Las Heras, quien lo recuerda con un profundo cariño. En 1994 viajó invitado por la Fundación Guayasamín a Quito y ese mismo año recibió la distinción Sanmartiniana otorgada por la Legislatura Provincial a su trayectoria artística.

Las exposiciones de Orlando fueron una constante y en cada nueva demostración de entrega, talento y color dejaba entrever lo que el crítico de arte Osiris Chierico resumió en una palabra: ternura.

“Porque ese es el cristal al que Pardo acomoda su visión de la miseria, reiterativa en su producción. No es el gesto de la rebeldía, el panfleto barricadero, la pelea. Es la mano sobre el hombro, la camaradería, la cosa compartida. Sus pinceladas, anchas, generosas, tienen ese sentido y las tierras y ocres, que predominan en su obra, lo ratifican al integrarse en sus protagonistas”. “Es un intuitivo y por eso no busca; más bien se deja encontrar por la forma y la identidad de su prolífica obra, que está dada por una pintura gozosa, que trasunta felicidad, felicidad y poesía”, escribió en un artículo en 2010 el crítico de arte local Andrés Cáceres.

En noviembre de ese año, el artista Osvaldo Chiavazza compartió con el maestro horas de trabajo en el hall central del edificio de la Secretaría de Turismo, donde ambos realizaron un mural, en el caso de Pardo, “Las cuatro estaciones”.

“Siempre fue un tipo muy cercano a los jóvenes, desprejuiciado con la distancia entre maestros y alumnos. Para el mural de Turismo, el músico Polo Martí le regaló unas partituras que el maestro incluyó. Pardo era súper agradable, era un personaje, un niño en apariencia, un entusiasta. Fue muy enérgico desde el principio, cuando hacía retratos y figuración, hasta llegar al expresionismo abstracto. Recuerdo que en una época le rechazaron una pintura que había hecho con el gobernador y el vice... Es una lástima que la Legislatura se haya perdido eso. Lo vamos a extrañar”, dice Osvaldo.

Pardo vivo en la memoria

El 2 de noviembre de 2010, Orlando Pardo cumplió 80 años y los celebró con una muestra en su homenaje en el Museo Fader. En esa oportunidad, además de sus cuadros, cerca de 60 artistas, colegas y amigos, alumnos y admiradores participaron del encuentro.

“Me interesa todo: la figura humana, los abstractos, los bocetos, el retrato. El problema de la pintura, como de todo arte auténtico, es un encuentro con el hombre que llevamos dentro. Yo camino y quiero caminar hacia ellos, hacia mi propia imagen y perfil. Algún días las aguas de un río me la mostrarán, o el ademán del viento detenido en la rama de un árbol o quizá no la encuentre nunca. Dios dirá... Yo estoy en eso, tanteando experiencias a la expectativa”, sostuvo durante un viaje a Colombia, en agosto de 1977.

“Fuimos colegas en un principio y amigos al final. Cuando yo empezaba, él estaba en Tucumán y en Buenos Aires y tuvimos poco contacto. Cuando regresó a Mendoza, establecimos una amistad con el gran maestro y digo Maestro porque deja una escuela, una impronta poco común. Pardo era el hombre generoso que se entregaba totalmente; no ocultaba nada: era un ser claro y puro, inteligente y humano”, reflexiona el referente del arte local Antonio Sarelli.

“Siempre buscamos como legado a lo que viene de afuera, como si quedarse acá no fuera importante. Creo que sobre esto tendríamos que reaccionar y valorar lo que hay a nuestro alrededor. De Pardito fue poca la gente que se acordó en sus últimos momentos y así nos ha pasado con varios. Son muchos los olvidados. Para mí su legado es su pasión, una línea de conducta en su obra que es intachable. Pardo no dejaba que una pincelada titubeara; la pincelada era rotunda e inconfundible y eso lo hacía único. Lo vamos a extrañar mucho y hablo desde el corazón”, se emociona Sarelli.

“Conocí a Pardo a través de quien fuera mi marido, Eduardo Tejón”, comenta la artista y ex coordinadora del espacio de arte de la Universidad Tecnológica Nacional, Marcela Furlani. “Me produce una gran admiración que con la enorme carrera que tuvo haya elegido quedarse en Mendoza. Es uno de los maestros de la pintura local y ojalá sea reconocido como tal. Afable y accesible, tuve el gran honor de ser la curadora de su última exposición en vida. Creo que la mejor manera de mantener viva su memoria es a través de su trabajo y ojalá la provincia le de el lugar que se merece a un maestro de su talla, que las nuevas generaciones lo conozcan y que no quede sólo en el recuerdo de sus coetáneos”.

Orlando Pardo quería ser aviador y sin embargo surcó un camino que marcó a fuego el arte de Mendoza. En paralelo a su lenguaje de formas tiernas construyó un nido de cuatro hijas, doce nietos y ocho bisnietos al que Chela llama la “tribu”.

“Yo a los 30 años decidí en qué lugar del mundo me iba a ubicar y fue del lado de Pardo, de nuestra familia y de nuestra lucha por sobrevivir, porque él no quería hacer otra cosa que pintar”, confesó en aquella conversación de 2013. Por estos días su falta marca horas de tristeza. Orlando Pardo dejó el mundo el domingo 24 de agosto, cerca del mediodía en su casa de Luján de Cuyo, el lugar donde nació. Su tribu le dedicó entonces unas sentidas palabras: “(...) Le decían que había nacido pintor.

El decía que los artistas se forman trabajando y viviendo. (…) No aceptó las glorias de este mundo pero las tuvo a su disposición. (…) A través del arte encontró un contacto directo, el camino y herramienta para cocrear con la Gran Creación. (…) Artista honesto, auténtico y apasionado. Frontal y jugado al extremo, en lucha permanente por lo verdadero. Al final dejó un poco la pintura y se dedicó al arte de disfrutar con su familia, que destaca su valor para vivir, transformarse, crecer y aprender constantemente. Sintiendo su ausencia, su gran familia le da las gracias por el honor de compartir su vida”.

Vuele alto, Maestro. Hasta siempre.

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