Uno de los últimos conceptos relacionados con la cuestión de la desestabilización correspondió al ministro de Trabajo, Jorge Triaca, inmerso en estos días en la maraña que genera la convocatoria a la próxima huelga general y la persistencia de medidas de fuerza que, como la de los docentes bonaerenses, afecta a las autoridades de turno y al grueso de la población.
El citado funcionario no dudó en atribuirle a la ex presidenta Cristina Kirchner gran responsabilidad en lo que para el oficialismo constituye una campaña de desprestigio a fin de horadar el poder del presidente Macri. Y, sin dar nombres, también culpó a "dirigentes y ex dirigentes" políticos y gremiales de haberse sumado a esa movida.
Sectores vinculados al gobierno nacional están convencidos de que la ex presidenta tiene gran responsabilidad en esa estrategia, junto a varias de sus figuras cercanas del kirchnerismo, con el convencimiento de que sólo así ella, su familia y gran parte de quienes formaron el núcleo duro del kirchnerismo, podrán evitar el agravamiento de las causas judiciales en marcha, en las que se investigan hechos delictivos que colocan a los tres anteriores gobiernos y a sus ex funcionarios en una vidriera de corrupción y abuso de poder pocas veces vista en la Argentina. El argumento para dicha estratagema es la situación económica y social que indudablemente hoy afecta a los argentinos.
No faltan quienes suponen que una eventual derrota del frente Cambiemos en las elecciones legislativas de octubre, en especial en la estratégica provincia de Buenos Aires, puede dejar en una situación política muy endeble al gobierno de Macri, que podría llegar a tener una minoría parlamentaria mayor que la que ya posee, desde su arranque, con la coalición Cambiemos.
La situación se torna preocupante si, como muchos aseguran, existe realmente desde un sector de la oposición la decisión de acentuar la presión política y social con la intención de que la actual gestión no pueda cumplir con los tiempos de mandato que fija la Constitución.
Pretender que se repitan en el país sucesos como los vividos a comienzos de este siglo, cuando la alianza política que llevó a Fernando de la Rúa al gobierno eclosionó y el entonces presidente de la Nación se vio obligado a renunciar justo en la mitad de su período constitucional, es pretender generarle a la República Argentina otra herida de la que difícilmente pueda reponerse.
El actual gobierno, que después de 15 meses en el poder no ha podido aún reencauzar la economía y, por lo tanto, comenzar a cumplir con varias promesas de campaña, merece la oportunidad de competir libremente en las elecciones y, de acuerdo con el resultado de las mismas, fijar el rumbo que sea necesario para llegar al final de su mandato, el 10 de diciembre de 2019.
Así como la mayor parte de la oposición, de gran apego a los preceptos republicanos que nos rigen, acompañó desde el Congreso leyes que necesitó el gobierno de Macri, nada debería influir en lo sucesivo para que esa postura criteriosa se siga aplicando en el día a día de nuestra vida democrática, en la que oponerse significa disentir pero también controlar y aportar para mejorar lo que un gobierno o el oficialismo no alcanzan a elaborar correctamente. Las actitudes destituyentes no deben formar parte de una república que necesita resurgir, aun en medio de errores y contratiempos.