Una de las fuerzas motrices de la globalización pre-covid fue la supresión de las distancias que nos hiciera vivir un mundo en tiempo real, ver guerras, eventos artísticos o deportivos, actividad espacial, entre otros, simultáneamente con su ocurrencia sin importar donde fuese.
El covid como evento único abatió otros límites: entre las microbiotas y el hombre. La epidemia afectó desde la trama de roles sociales, las conductas colectivas, los modelos, ideas, creencias y valores sociales. La pandemia, -el primer fenómeno verdaderamente global- se manifestó como un experimento natural que atraviesa sociedades, culturas y economías. Que sacó a la luz fortalezas ocultas como la capacidad de colaboración científica o capacidades de trabajar, enseñar y aprender a distancia, en personas no específicamente preparadas para hacerlo de ese modo. También puso de relieve dramáticas brechas entre individuos, comunidades, y países, en relación con las funciones sociales básicas y también ensanchó brechas en la participación del conocimiento; resignificando aquella ironía de “Rebelión en la granja”... “todos somos iguales, solo que algunos son más iguales que otros. Lo que se replicó prácticamente en todos los países del mundo.
En ese marco que nos aisló y distanció de familia, vecinos, trabajo, educación, entretenimiento y demás actividades sociales, todos, de algún modo, pasamos a vivir en lo que Javier Echeverría en 1999 llamó “el tercer entorno”. Lo que parecía un mundo de ficción y que hoy reconocemos como el ciberespacio y caracteriza un nuevo espacio-tiempo social. Las diferencias entre los dos primeros entornos: el ambiente natural humano, y el ambiente social y cultural del tercer entorno es que ellos dos son: próximos, territorial, material, presencial, natural, sincrónico, analógico. En tanto el tercero es: distal, reticular, informacional, representacional, artificial, multicrónico, digital, para mencionar solo algunas de las diferencias principales. Enfrentamos un cambio de paradigma social. Todos vivimos en una nueva realidad, pero de distinto modo, aunque no tomemos plena conciencia de ello.
La actual pandemia, -nadie puede asegurar que será la última– ha sido una experiencia extremadamente traumática para todo el mundo. El aislamiento, el vivir virtualmente, a lo que fuimos obligados por razón de necesidad, tienen un fuerte impacto sobre el individuo, su forma de vida, su estado psíquico y mental a más del económico. Sin desconocer que para niños y jóvenes las consecuencias podrían ser más graves para su desarrollo cognitivo y emocional. Y en todos impacta sobre la percepción de tiempo y espacio, no sólo marcando un “antes” y un “después”, sino que siendo estas categorías, formas que constituyen el conocimiento, lo que cambia nuestro modo de entender y actuar en el mundo.
También, el aislamiento afecta el capital social: las redes de relaciones entre las personas que viven y trabajan en una sociedad determinada, para que funcione de manera eficaz. Tanto capital social como la conexión social son elementos clave para la resiliencia, esa capacidad de superar circunstancias traumáticas va desde lo físico y mental individual a recuperar comunidades, recrear e incrementar el capital social y la conectividad, fortaleciendo espacios digitales generados por la adversidad.
Estos nuevos medios de comunicación y organización ejercen influencias tanto positivas como negativas. Hemos adquirido nuevos grupos de pertenencia, y un gran número de relaciones virtuales de diversa intensidad y calidad. Nos descubrimos participando de otras comunidades diferentes a las previas al covid. La pérdida de confianza en los gobiernos y muchas de sus instituciones implica un riesgo para la capacidad de resiliencia frente a desastres naturales, ambientales, o tecnológicas.
Esta recreación de nuestro entorno exige una doble ciudadanía local y global, que pueda contar con información, confianza, equidad, cooperación, y responsabilidad. Que pueda capitalizar la experiencia de las conexiones e interdependencias sociales en las relaciones entre personas y entre personas e instituciones.
Fortalecer nuestra capacidad de reconstrucción y de reducción del riesgo de desastres requiere aprender de la experiencia y aprovechar la capacidad de los medios digitales y de las nuevas comunidades surgidas en el mundo digital para generar confianza y cohesión.
Una renovada racionalidad política puesta al servicio de una gobernabilidad anticipatoria es central para atender las necesidades (crecientemente diferenciadas) de cada uno de los miembros de la comunidad, incluidas las futuras generaciones sobre la base de un saber holístico, no exclusivamente tecnológico.
Es la oportunidad de ser mejores, necesitamos enfoques completamente nuevos para reconstruir la confianza y reformular un nuevo modelo de progreso económico y social.
*El autor de la nota es Director del Centro Latinoamericano de Globalización y Prospectiva.