“Cuanto más alto miremos, más claridad encontraremos”.
Un día 27 de junio de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, un navegante argentino, llamado Vito Dumas, intentaría dar la vuelta al Mundo sin acompañantes y en una pequeña embarcación a vela de aproximadamente nueve metros de largo.
Ya que no podía hermanar a los hombres, sumidos en una contienda bélica, intentaría… hermanar a los mares.
Vito Dumas, era un hombre mesurado, modesto, introvertido.
¿Quizá sentía la necesidad de demostrar a un mundo en caos, que todavía quedaban soñadores?.
Se acercaba el día de la partida. La noche anterior a la misma, no podía conciliar el sueño. Pero estaba feliz.
Quizá pensaría que él, al igual que las aves libres, hallaría su camino a través de la inmensidad.
Amaneció lluvioso ese 27 de junio de 1942. Él, con 43 años ya cumplidos, de pie en su velero, llamado Legh II, estaba por iniciar la quimérica empresa de dar, en total soledad, la vuelta al mundo.
La gente, agolpada en el puerto lo saludaba. Estaba también su madre, que sollozaba, sin poder disimular su emoción.
Pero él buscaba con los ojos en esa pequeña multitud a su hijo Vito Diego; y no estaba. Y ya partió.
Un barco lo acompañó durante un corto trecho. Y una hermosa sorpresa. Su hijo iba en ese barco para darle el último adiós.
Cuatro días después, llegó a Montevideo. Permaneció allí pocas horas. Pensaba que tenía por delante ¡cuatro mil millas de navegación!. Y dejó Montevideo. Durante 30 días no divisó un barco. Y no llevaba transmisor radioeléctrico porque era tiempo de guerra y podría despertar sospechas.
Su primera etapa era Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde pensaba arribar a fines de agosto de ese año 1942.
Por momentos, debió sentir la especial sensación de ser el único habitante de la Tierra.
Y llegó a Ciudad del Cabo en la fecha establecida.
Veinte días de pausa y debía cruzar ahora el Océano Índico, el de los vientos implacables, el de “Los Cuarenta Bramadores”, como titulara a su libro, refiriéndose a esos furiosos vientos. Navegando sólo, habría de ser el primer hombre en lograrlo. ¡Una proeza!.
La próxima meta sería Valparaíso (Chile) hacia donde partió el 30 de enero, ya de 1943.
Y serían otros setenta días de navegación llenos de peligros, de inconvenientes, de lucha. Ya en Chile, le tocó quizá la parte más difícil del viaje: El cruce del Cabo de Hornos, la tumba de los marinos. Y la emprendió con serenidad. Furiosas tempestades, nieblas granizo, icebergs, es decir, témpanos de hielo. La lucha fué titánica.
Hacía ya un año que había comenzado su increíble aventura del físico y del espíritu. Y podía considerarse victorioso con sólo haber cruzando el Cabo de Hornos.
Luego la Provincia de Santa Cruz, ya en la República Argentina, después Mar del Plata, y por fin proa a Buenos Aires. Llegó el 7 de septiembre de 1943, a un año y 3 meses de su partida.
Era un domingo. Y a las 11 horas de ese día, que le pareció más luminoso que nunca, llegó al puerto de Buenos Aires. Pitadas, sirenas de los barcos, vítores, amigos, su madre y su hijo. Había culminado la hazaña.
En los ojos de este héroe de cien batallas ganadas al mar, asomó una lágrima; “y una lágrima puede decir más que un llanto”.
Vito Dumas, que moriría un 28 de marzo de 1965, amó ese mar. Y esa conjunción de amor y de lucha entre el hombre y la naturaleza, trae en mí este aforismo
“El huracán vence todos los escollos. Pero el amor al mar, vence todos los huracanes”.