Virtudes y pecados de la institucionalidad mendocina

La tan mentada institucionalidad política mendocina es portadora de una paradoja y de una dualidad: así como evita hegemonías y los partidos se alternan en el poder mucho mejor que en otras provincias, esos cambios son producidos más por peleas internas de los equipos gobernantes que por propuestas más renovadoras por parte de los equipos que los reemplazan.

Virtudes y pecados de la institucionalidad mendocina
Socios locales en pugna: Alfredo Cornejo, Rodolfo Suárez, Omar De Marchi. ¿Repetirán los antecedentes históricos mendocinos de divisiones políticas en las coaliciones de gobierno?

El riesgo de ruptura que se está planteando en el oficialismo mendocino entre el radicalismo y el Pro locales nos trae remembranzas de otras divisiones internas que impidieron continuidades políticas en la democracia “a la mendocina”. Fracturas paradojales que desde el punto de vista político-partidario pueden haber sido traumáticas, pero que desde el punto de vista institucional frenaron hegemonías y siempre estuvieron prontos reemplazos que se habían ido gestando desde la oposición, en una provincia donde la renovación de elites es más rápida que en otras por la imposibilidad de la reelección del gobernador.

Pero ¡ojo!, renovaciones que no necesariamente implican mejoras en la calidad dirigencial, ya que a veces sucede al contrario y a una elite interesante la prosigue otra menos eficaz.

Aunque las caras nuevas siempre aparecen y eso es positivo. Aunque no traigan con ellas ideas nuevas.

En 1983, se esperaba un triunfo del peronismo, quien no portaba consigo ninguna renovación con la fórmula Motta-Spano (como a nivel nacional el PJ se imaginaba ser una continuación del proceso interrumpido en 1976). Pero ganó el radicalismo, que si bien en Mendoza no era alfonsinista sino más conservador, puso en el sillón de San Martín a un político fiel al nuevo presidente, Santiago Felipe Llaver, quien creó el clima para que se produjera una profunda renovación política, que a poco de andar encabezarían José Bordón desde el justicialismo y Víctor Fayad desde el radicalismo. Lo que incluso empujaría también a las demás fuerzas políticas a actualizarse partidariamente.

1987 fue el año del cambio, con Bordón en la gobernación y Fayad en la municipalidad de la Capital. Desde ambos lugares se gestarían los nuevos cuadros de la democracia, bajo la impronta cultural gestada por el alfonsinismo, se estuviera políticamente más o menos cerca de él. Todos fueron hijos de ese renacer político republicano y democrático, mucho más liberal que populista en ese entonces.

Las gobernaciones de los nuevos peronistas fueron tres seguidas, doce años continuados. Fayad desde la intendencia dos veces intentó reemplazarlos (1991 y 1995) pero no lo pudo lograr, ni aún en su segundo intento donde se presentó aliado con un Bordón escindido del peronismo dominado por Menem. En 1999 por fin llegaría al gobierno el fayatismo, pero no con él como gobernador, sino con Roberto Iglesias. Las razones de ese cambio fueron tres:_

1) La renovación radical mendocina al fin dio sus frutos.

2) El triunfo de De la Rúa a nivel nacional empujó a su pata local (porque sino hubiera ganado Carlos Balter del PD, que también representaba a una nueva generación de “gansos”).

3) Pero la razón principal fue la división producida en el peronismo local gobernante causada por el enfrentamiento nacional entre Menem y Bordón, lo cual hizo que la renovación justicialista se agotara y fuera reemplazada por una liga de intendentes que desde ese entonces viene intentando sin éxito construir una alternativa al radicalismo local. Por su parte, todas las terceras fuerzas que se presentaron, fracasaron estrepitosamente, también en gran medida por sus colosales divisiones internas que demostraron la incapacidad de la renovación política mendocina por fuera de las dos grandes fuerzas tradicionales, al menos hasta ahora.

Sin embargo, la hegemonía peronista de 12 años no fue reemplazada por una hegemonía radical similar, porque los “correligionarios” se fracturaron incluso más rápido que los “compañeros” a los que sucedieron. Iglesias eligió como sucesor a Julio Cobos porque parecía garantizarle la suficiente neutralidad e incluso ingenuidad política para poder retornar a la gobernación luego del periodo que limita la Constitución. No obstante, queriendo poner a alguien que no le compitiera en su supuesto liderazgo, puso al peor (o al mejor según el punto de vista que se lo vea) de todos.

Así como el peronismo renovador se dividió cuando Bordón se enfrentó con Menem, el nuevo radicalismo se dividió cuando Cobos se alió con Kirchner. Objetivos contrarios con resultados similares. De modo casi inimaginable, el radicalismo K del cual Cobos fue el inventor nacional, lograba una intrascendente vicepresidencia a cambio de regalar la gobernación porque el candidaio justicialista Celso Jaque pasaba por el medio del conflicto Cobos-Iglesias y ganaba la provincia.

Otra vez la división interna era la principal causa de que otro proyecto político provincial caducara.

Asumieron, entonces, los “hijos”_de la renovación peronista durante dos periodos a partir de 2007: el de Celso Jaque y el de Francisco Pérez. Pero la política nacional había cambiado sideralmente. Estos peronistas eran dependientes absolutamente del centralismo kirchnerista, porque -aunque lo quisieran- otra cosa no podían ser puesto que el hegemonismo nacional ya era total. Por eso, para justificarse, intentaron proponerle una nueva concepción política a Mendoza: la de que para desarrollarse mejor era necesario ser la pata local del “proyecto nacional” en vez de apostar a inútiles mendocinismos que para uno de estos gobernadores se trataba más bien de “mendo-cinismos”, vale decir de un cinismo mendocino. Pero a la luz de los resultados, este extremo dependientismo nacional no logró ningún resultado significativo y los hijos peronistas se jubilaron sin pena ni gloria, sobreviviendo solo algunos intendentes que no sólo perdieron todas las elecciones a gobernador donde se presentaron, sino que además perdieron la conducción del PJ en manos del kirchnerismo en una de las provincias menos K del país. Por lo que hoy el peronismo local está metido en un brete para volver a ser competitivo.

Eso no quiere decir que la renovación de ideas sí haya ocurrido en el radicalismo. Nada de eso, la Mendoza del siglo XXI siguió institucionalmente prolija pero con renovaciones más biológicas que conceptuales. El radicalismo se salvó de la división a que los llevó la tentación kirchnerista por un milagro que sólo ocurre cada mil años: el malabarismo cobista. Un vicepresidente al que Néstor y Cristina condenaron a la nada como antes Roberto Iglesias lo había condenado a la misma nada en tanto gobernador, otra vez pegó un salto espectacular y sorprendente: al mismo estilo con que se alió al kirchnerismo rompió con éste a través de su famoso “no positivo” que hasta le sirvió de agua bendita porque no sólo lo perdonó de sus pecados anteriores sino que le permitió volver heroicamente al radicalismo. Y de las entrañas cobistas surgió lo nuevo: quien fuera mano derecha de Cobos tanto en su salto al kirchnerismo como en su regreso al radicalismo, se constituyó en el nuevo caudillo político mendocino. Algo que no se veía desde los tiempos renovadores de Bordón y Fayad que fueron líderes siendo o no gobernadores. Solo que Cornejo estaba más preocupado por juntar todo lo que andaba suelto que por renovar ideas y dirigencias. Y ahora intenta ver si puede evitar el destino amargo de los renovadores peronistas y radicales de los 80, que debieron abandonar el poder más por disensiones internas que por reemplazos superadores.

Hasta ahora ningún gobernador que prosiguió a otro del mismo signo terminó bien con el anterior. Casi como si fuera una regla pecaminosa de la por otro lado virtuosa institucionalidad mendocina que genera más alternancia que ninguna otra. A Bordón le sucedió Gabrielli. Terminaron peleados. A Gabrielli lo sucedió Lafalla. Terminaron peleados. A Iglesias lo sucedió Cobos. Terminaron recontrapeleados. A Jaque lo sucedió Paco Pérez. Terminaron peleados.

A esa doble realidad institucional mendocina de periodicidad ejemplar que impide hegemonismos versus divisiones internas que limitan la continuidad de los proyectos, es a la que el radicalismo local gobernante busca exorcizar para ver si desaparece. Pero ahora que está a las puertas de un tercer gobierno del mismo signo, surge el primer conato de división interna con el desafío que Omar de Marchi les plantea a Suárez y Cornejo. Frente al cual el oficialismo radical desea no se repita lo mismo que ocurrió antes. Por el momento tiene algo a su favor: que Suárez y Cornejo son la primera dupla continuada de gobernadores del mismo signo que no se han peleado entre sí... cuando menos en los tres primeros años. Y quizá estén apostando a romper otro estigma: el de que un gobernador pueda ser reelegido, en la eventualidad que sea Cornejo quien se anime a lo que no pudieron ni Fayad (que se presentó 2 veces sin ganar ninguna) ni Iglesias (que se presentó 3 veces ganando la primera y perdiendo las otras dos). Y así poder contestar la otra gran pregunta: si en Mendoza segundas partes pueden ser buenas o, como dice el refrán, nunca serán buenas.

Lo ideal, por supuesto, sería una síntesis en donde los partidos políticos locales pudieran ser menos facciosos internamente, en particular no dejándose tentar por quienes casi siempre fueron la principal causa de sus divisiones: los gobiernos nacionales. Y para eso adoptar frente a ellos una actitud que no incluya ni enfrentamientos extremos que los mendocinos no quieren, ni alianzas promiscuas, que los mendocinos tampoco quieren.

La institucionalidad mendocina que se fue formando a través de prácticas políticas de décadas, propone a nivel nacional un federalismo de concertación donde la unidad estimule a la vez la exaltación de las peculiaridades regionales y a nivel local un provincialismo orgulloso de sí mismo pero no necesariamente confrontativo ni fracturista con el resto del país.

Algo que a nivel de construcción política real es lo que le falta a la Argentina y, particularmente, lo que le falta a nuestra provincia. Ha llegado quizá el momento en que, a la vez que sigamos con la autoestima elevada por la alta institucionalidad que todo el país nos valora, a ella debamos agregarle una autocrítica importante por todos los pecados también institucionales que venimos reiterando. Los que además de a la institucionalidad, están afectando seriamente al desarrollo provincial

Autoestima y autocrítica. Juntas. That is the question.

* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar

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