“Pero lo más original era cuando moría un niño”, señala Mariquita Sánchez de Thomson en sus memorias. A continuación describe la costumbre en el Buenos Aires de finales del siglo XVIII y principios del XIX:
“Esto era una fiesta. Lo principal era pensar que era un ángel que se iba al cielo. Estos entierros eran anunciados con repiques y cuetes y los niños se vestían del modo más original. No se podría creer las locuras que se hacían; ya parados, ya sentados; los vestidos de raso más ricos, llenos de alhajas. Era en estos casos que lucían estas alhajas (…) después que se hacía la ceremonia, en un lado de la Iglesia, lo desnudaban al pobre niño, de todas las cosas de más que le habían puesto”.
Refiere de manera particular a un caso cuya crueldad asombró ya a sus contemporáneos: “hubo la más divina ocurrencia en una casa donde murieron un niño y un negrito. Vistieron al niño de San Miguel y al negrito como el diablo. La madre lloró, suplicó, pero como era esclava tuvo que callar. Pero alguna buena alma fue a dar parte del hecho y vino una orden de la autoridad para sacar al pobre negrito y enterrarlo como cristiano”.
Lo cierto es que aquellos acontecimientos se repitieron durante gran parte del siglo XIX en el interior y con mayor frecuencia en el Norte de nuestro país, donde la costumbre de despedir a los niños de modo festivo para asegurarles un lugar en el Cielo se mantuvo hasta mediados de la siguiente centena.
En un texto conocido como “Sintetizando recuerdos”, Faustino Velloso despliega una serie de anécdotas en el Tucumán de 1880 a 1900. Habla sobre los “velorios del angelito”, contando el caso de un pequeño hijo del humilde albañil Estratón Lobo:
“Estaba Lobo en su rancho en uno de estos fandangos. Por causas del momento fue atacado, cuchillo en mano, por dos parroquianos borrachos, concurrentes a la ‘fiesta’ del albañil, que estaba desarmado para defenderse en aquellos difíciles instantes, tomó al angelito (es decir al niño muerto) por los pies, y con este atajaba las cuchilladas de sus atacantes, saliendo heridos él y su inusitada arma defensiva”.
Aquellas despedidas incluían bailes, mucha comida, juegos y todo tipo de deleites. Nuestra provincia no fue ajena y cada tanto se generaron conflictos debido a la gran cantidad de alcohol que se consumía. El 30 de agosto de 1889 leemos en Los Andes sobre un caso acontecido en la periferia de la ciudad de Mendoza:
“Los velorios de los angelitos – ESCENAS REPUGNANTES – (…) Mientras los padres lloraban la pérdida de un ser idolatrado, como es un hijo, en un rincón del rancho, los invitados danzaban al son de la clásica guitarra en medio de la mayor expansión y alegría (…) Parece mentira que todavía subsisten esas costumbres tan reñidas con la moral y el decoro, pero en todo caso es un deber, oponer todas las resistencias de la moderna cultura, hasta conseguir que en honor a ella desaparezcan por completo y en lo posible, los velorios que en este estilo se celebran. Así lo exige la moral”.
Como vemos, hacia fines del siglo XIX era ya considerado una costumbre que chocaba con el buen gusto y el respeto. Poco a poco esta visión se impuso y la muerte de los niños dejó de “festejarse”, aunque debemos recordar que la idea primigenia era despedirlos con alegría para acompañarlos en aquél viaje.
*La autora es Historiadora.