Nadie puede dudar ni de la vocación democrática de Mario Vargas Llosa ni de su compromiso sin cálculos ni especulaciones con la política. Pero ese gran novelista puede tomar posiciones que no sean congruentes con los valores que defiende con genuina militancia. Un ejemplo está en preferir a Jair Bolsonaro antes que a Lula da Silva en la presidencia de Brasil.
No elogió a Bolsonaro. Lo eligió como mal menor. Y es difícil pensar que un negacionista del cambio climático que también negó la gravedad de la pandemia y saboteó la vacunación diciendo que la vacuna puede ser más peligrosa que el virus, sea el mal menor si la otra opción es Lula.
El presidente que mira para otro lado ante la deforestación de la Amazonia y toca la lira como Nerón mientras arden bosques imprescindibles, no puede ser el mal menor.
Cuando Vargas Llosa dio su apoyo crítico a Keiko Fujimori por suponer que la otra opción podía ser más peligrosa para Perú, podía equivocarse, pero con un razonamiento lógico. Si bien la líder derechista nunca criticó el autoritarismo criminal del régimen de su padre, la opción era en un partido liderado por un ex gobernador condenado por corrupción y dirigentes sospechados de apoyar a Sendero Luminoso, la guerrilla más sanguinaria que hubo en Latinoamérica.
Pedro Castillo evidenciaba carecer de experiencia y capacidad para gobernar. Fue candidato del partido Perú Libre porque su líder, Vladimir Cerrón, estaba invalidado por una condena por corrupción como gobernador del Departamento de Junín. El otro hombre fuerte de ese partido, Guido Bellido, también expresaba posiciones extremas y cercanías con los senderistas.
Se puede disentir con optar por Keiko como mal menor, pero esa opción tiene lógica. En cambio optar por Bolsonaro cuando la opción es Lula, no parece razonable desde los valores que defiende Vargas Llosa con incuestionable honestidad intelectual.
Por un lado, justificó esa opción diciendo que Lula estuvo preso “por ladrón”, sin mencionar que la Justicia brasileña calificó de irregular el procesamiento y declaró nula la condena. El sólo hecho de que Sergio Moro haya recibido de Bolsonaro, el dirigente al que benefició con el ese encarcelamiento, una suculenta porción de poder (el súper-ministerio que se creó con la fusión de las carteras de Justicia y de Seguridad) descalifica a ese juez de Curitiba y muestra la deshonestidad del político ultraconservador que llegó al Palacio del Planalto gracias a esos fallos irregulares.
Fernando Henrique Cardoso, incuestionable estadista y lúcido exponente del pensamiento liberal, ante la misma opción eligió a Lula. Lo mismo hizo otro genuino exponente del liberalismo, Geraldo Alckmin, quien llevó su apoyo al líder del PT hasta el punto de convertirse en su compañero de fórmula.
Pero incluso sin esos respaldos, está claro que Lula no puede ser peor opción que el actual presidente brasileño. Bolsonaro ocupó escaños en el Congreso durante casi tres décadas, ganando notoriedad no por su labor legislativa, sino por su incontinencia barbárica. Hizo apología de la tortura y del asesinato, reivindicó el golpe de Estado contra Joao Goulart y la dictadura militar, insultó con crueldad a los homosexuales, tuvo pronunciamientos racistas y promovió actos violentos. A eso le sumó el sabotaje desde la presidencia a las políticas anti-pandemia implementadas por gobiernos estaduales y alcaldías, además de echar dos buenos ministros de Salud por defender la implementación de medidas sanitarias, Henrique Mandetta y Nelson Teich, designando a un militar en el ministerio más crucial en plena pandemia.
Desde ningún valor liberal se puede considerar a Lula una opción peor que un presidente extremista que dejó de cometer estropicios recién cuando las principales figuras del gobierno, entre ellas el ministro de Hacienda Paulo Guedes y el vicepresidente Hamilton Mourao (que tampoco son moderados en sus posiciones ideológicas) acordaron mecanismos para contenerlo.
A Lula se le puede cuestionar su alineamiento regional acrítico con Hugo Chávez y con líderes filo-chavistas de la región, además de permitir la falacia de que se equipare su caso con otros que nada tienen de lawfare. También se le puede cuestionar haber incumplido su promesa de poner fin a los esquemas de corrupción que lubrican la política brasileña, aunque esos ríos de sobornos que facilitan acuerdos políticos y parlamentarios no nacieron con el gobierno de Lula, sino mucho antes.
Más grave es que, entre las sospechas que pesan sobre Bolsonaro, figure la de tener vínculos con los asesinos de la concejala izquierdista Marielle Franco en Río de Janeiro.
Se puede no estar de acuerdo con Lula, pero sus gobiernos tuvieron grandes logros económicos y sociales sin haber generado sectarismo ni haber perseguido y estigmatizado a opositores y críticos. En cambio Bolsonaro siempre ostentó con grotesca teatralidad un sectarismo violento.