Hace un tiempo, por una nota que me tocó hacer, tuve que probar la eficacia de la línea 144, destinada a atender situaciones de violencia contra las mujeres. Llamé 26 veces a lo largo de un día, 12 al día siguiente y 19 al tercer día, sin obtener otra respuesta que una grabación que me invitaba a llamar al 911, es decir a la policía. Me rendí. Hace aún más tiempo, me tocó a acompañar a una amiga lesbiana a una comisaría porque su novia le había pegado hasta partirle un diente. Calificaron el entuerto de “riña” porque la figura “violencia de género” sola aplica en parejas heteronormativas.
Tomaron nota de los detalles, nos despacharon y no pasó más nada. A diferencia de algunas feministas, no niego la existencia de denuncias falsas (pensar a una mujer como incapaz de mentir es lo más paternalista y sesgado que hay), justamente porque me consta la veracidad de otras denuncias realizadas con pruebas de sobra por parte de víctimas que tienen razones urgentes para pedir protección. Medidas perimetrales que el agresor puede sortear sin mayores consecuencias, son la respuesta en ambos casos, de modo que la falsedad o veracidad de una denuncia y las acciones que se imparten al respecto, parecen dar lo mismo.
Gracias a estas y otras experiencias vinculadas a mi trabajo periodístico, pero también a mi condición de mujer, recelo bastante de los discursos en clave “las mujeres movemos el mundo” que tanto le simpatizan a la Ministra de Género Elizabeth Gómez Alcorta. Que la cartera de Género se lleve una porción del PBI superior a la que le toca a Educación, tampoco me ayuda a ver con buenos ojos la existencia de un ministerio que, en la opinión de algunas colegas, “perdió una gran oportunidad de representación” y en la opinión de otras “no tiene la culpa de que la yuta sea lo que siempre fue”.
Más allá de mis elucubraciones, las de mis colegas y las de otras mujeres entre las que podemos contar a las activistas mediáticas, pero también a las que hacen el trabajo invisible (y bastante más concreto) de prestar asistencia directa en barrios populares y villas, lo cierto es que Úrsula fue asesinada por un operario de la Bonaerense después de haber hecho un montón de denuncias que obviamente no sirvieron de nada. En las redes sociales feministas y opinadores debaten sobre si la responsabilidad es del Estado, de Berni, de la cultura patriarcal o de los fiscales, y como respuesta promueven una reforma feminista del poder judicial.
Leer estos debates me llena de interrogantes que espero poder responderme algún día no tan lejano y, sobre todo, sin que medre otra muerte tan espantosamente injusta. ¿Qué tan precarizada estuvo la estructura montada para dar respuesta a estas situaciones como para que no funcionen bien ni la línea de contención, ni las comisarías de la mujer? ¿Cómo se gestionaron y en qué consistieron las sendas capacitaciones en género que se impartieron en casi todas las instituciones de gobierno? ¿Cómo se articula el Ministerio dispuesto para erradicar la violencia contra las mujeres con las dependencias provinciales que tienen el mismo objetivo? ¿Se está priorizando, como es lógico en un país con 40 por ciento de pobres, la atención a los sectores con menos posibilidades? ¿Es la reforma judicial feminista que propone Gómez Alcorta la salida a estos problemas, o estamos ante más de lo mismo? Al decir “más de lo mismo” me refiero al énfasis en lo discursivo, en lo fotográfico, en la presentación “cuidada” de la agenda institucional feminista.
Una parafernalia afable que pierde credibilidad en la medida en que sucede lo que sucedió. Ante la muerte de Úrsula, todo parece señalar que, más allá de los planos simbólicos que muchos feminismos estudian, hay problemas de orden técnico y económico que son sistemáticamente soslayados por quienes deben cargarse al hombro el cambio sobre el que tanto hablan.
De no poner todos los temas sobre la mesa, las políticas de género irán pareciéndose cada vez más peligrosamente a un maquillaje que ni bien entra en contacto con un líquido (en este caso la sangre de las víctimas) se desvanece para dejar ver una realidad que sigue perpetuando el desamparo y la negligencia.