El conflicto entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner tiene un carácter singular que explica por qué el país entero gira en torno a los detalles de su divorcio tóxico. Ocurre que la crisis argentina tiene esta vez un rasgo distintivo: la oposición no presiona al Gobierno para que caiga.
Los que ganaron la última elección legislativa no están siguiendo el manual de instrucciones para la desestabilización sobre el cual alguna vez advirtió la expresidenta.
Con el nuevo escenario de inflación al galope, esa singularidad debe mirarse a través de otro prisma: quienes están moviéndole la silla al Presidente son sus principales aliados.
Y esa desestabilización puede durar días o prolongarse como agonía, hasta que el derrumbe de la economía diga basta.
El análisis político no está obsesionado en vano con el conflicto entre Cristina y Alberto. Son ellos los que se han ensañado con la paciencia social.
De modo que sigue siendo relevante entender hasta dónde las diferencias entre el Presidente y la vice son insalvables.
Y hasta qué punto incluso sus recónditas coincidencias pueden ser finalmente ineficientes para evitar un descalabro mayor.
El discurso de Cristina Kirchner en la reunión de parlamentarios regionales y europeos dio algunas pistas para responder esas inquietudes.
Habló de la disociación entre el poder y el boato: quien tiene el bastón presidencial no necesariamente detenta el mando.
El diario europeo Le Monde describió el sobreentendido: Alberto Fernández es un fantoche. Palabra francesa que significa marioneta, pero suena más desdeñable en el dialecto de los argentinos.
La vice también fue criticada por ambientar una reunión de parlamentarios mayoritariamente extranjeros con el antiguo decorado de sus arengas militantes.
Algunos eurodiputados hicieron público su rechazo. Quedó en evidencia una doble debilidad. Alberto Fernández repite obsesivamente que gobierna, bastón en mano. Cristina reitera que el mando está en manos de ella. Vale para los dos: en la jactancia está la carencia.
Pero lo más significativo del discurso vicepresidencial fue el rumboso diseño ideológico que propuso y que anticipa nuevas e irreconciliables diferencias con el presidente vicario. Cristina balbuceó un conjunto de ideas más bien ancianas que, como decía el eurocomunista Lucio Magri, se parecen al viejo topo que ha cavado y sigue cavando. Siendo ciego, no sabe bien de dónde viene, ni hacia dónde va. O si en verdad gira en círculos.
El itinerario de Cristina es el de una protagonista periférica del siglo breve que se ilusionó con el socialismo real y concluyó con su fracaso.
Los hitos de ese ideario, aparecen brumosos en el discurso de la vice: en la caída del antiguo régimen francés anidaba un germen revolucionario que la democracia burguesa no alcanzaría a contener y sólo se realizaría con el Estado igualitario.
Cristina es otra emergente de la melancolía de izquierda que sobrevino a la caída del Muro de Berlín. El teórico Enzo Traverso la explicó como la “paralización de la imaginación utópica”, que generó una nueva visión del capitalismo como horizonte insuperable de las sociedades humanas. El presente es un tiempo suspendido, entre un pasado de derrota y un futuro negado, que no puede inventarse, ni predecirse, sino en términos de catástrofe.
Cristina dice admitir el horizonte único del capitalismo, pero sostiene que, desde su generalización global, los dos modelos en pugna son los del neoliberalismo con Estado ausente, o el del Estado de bienestar que promovió el progreso de la última gran posguerra y entró en cuestionamiento tras la caída del bloque soviético. Y que es justamente el futuro llegando en términos de catástrofe, como ocurrió con la pandemia global, lo que aconseja regresar al Estado fuerte de la guerra fría. Aún a costa de olvidarse de instituciones democráticas, como la división de poderes.
Hay en esa nostalgia mucho de añoranza compartida por los populismos en boga, de derecha a izquierda. En el programa de protección industrial y pleno empleo que alguna vez Cristina le elogió a Donald Trump. Y en el “capitalismo con democracias iliberales” que la vice admira en Vladimir Putin y Xi Jinping. Caso emblemático de los que tiraron a la basura el software marxista, pero mantuvieron el hardware soviético, como dice el sinólogo Richard McGregor.
Las lecciones políticas de la pandemia tienden a ir en contra del itinerario de Cristina y se están viendo en la tragedia de Ucrania. Pero la dialéctica de la izquierda melancólica nacida entre los escombros del Muro tiene una forma (Traverso dixit) muy singular: el bien puede nacer del mal y la victoria como el resultante de un encadenamiento de derrotas.
Y allí es donde ese ideario cristinista, hecho de imaginaciones vencidas que no aceptan su fracaso, entra en colisión con las urgencias del gobierno de Alberto Fernández. La de Cristina es una melancolía crepuscular que cree ver el naufragio desde la costa. La de Alberto Fernández es una aflicción urgente. La crisis se acelera a toda velocidad y carece de un plan para enfrentarla. Tiene sólo la hoja de ruta que le ofreció el Fondo.
Pero su coalición sigue ciega y ceniza cavando en círculos. Celebrando efemérides de sí misma, allí donde cualquier paisaje recuerde aquellos días pasados, en el Patio de las Palmeras.