Hace unos años leí con interés, provecho y deleite un libro de Francisco Contreras: Liberalismo, catolicismo y ley natural (Encuentro, Madrid, 2013). Lo disfruté, lo recomendé y lo cité en un breve artículo sobre el pensamiento de Joseph Ratzinger acerca del rule of law. Ahora he vuelto a disfrutar este nuevo volumen, Una defensa del liberalismo conservador (Madrid, Unión Editorial, 2018), más breve y más fácil de leer, pero de un contenido enormemente valioso. Efectivamente, su desarrollo de las tesis centrales es notable; y todo está explicitado de un modo sólido, convincente y esclarecedor.
Seguidor consecuente del recientemente fallecido Roger Scruton (1944-2020), Contreras, que no sólo escribe libros valiosos sino que participa activamente en la vida política de su País, muestra con rigor como una sociedad que no tenga una vigencia efectiva de una tradición moral objetiva no tiene posibilidades de prosperidad, auténtico progreso y libertad. Y en lo que respecta a la moral sexual destaca que la deriva permisivista creciente es el camino más seguro para desarticular y en definitiva destruir a la institución familiar, que ha sido por milenios el punto de anclaje de toda sociedad armónica y razonable. Y en este punto destaca la diferencia raigal que existe entre el liberalismo clásico y el libertarianismo; para este último toda norma categórica e inexcepcionable es meramente opresiva y destructora de la libertad humana, que para este pensamiento ha de ser siempre absoluta e ilimitada.
Pero lo que merece mayor atención es su denuncia acerca del “gen autofágico” y destructivo que llevan ínsitas inexorablemente casi todas las formas del liberalismo: este radica en la concepción de la autonomía, primero como un principio de carácter absoluto y por lo tanto ilimitado, y en segundo lugar como el núcleo central y decisivo de toda ética posible. La presencia de ese gen maligno es todavía débil en las primeras versiones del liberalismo, toda vez que esa presencia se veía compensada por las vivencias religiosas y la inexcusable referencia a la ley natural, muy clara en Locke, Montesquieu y los iusnaturalistas modernos. Esa referencia se desarticula en Kant, quien a pesar de exaltar esa centralidad de la autonomía, intenta ponerle un límite meramente formal con la remisión al principio de universalidad (por medio del “imperativo categórico”), que limitaría de algún modo la absolutidad completa del principio de autonomía.
Ahora bien, las consecuencias prácticas de esa concepción de una ética sin deberes, normas, valores, bienes o facultades objetivas, es decir, sin criterios impersonales e invariables de bondad o maldad moral, son detallada y rigurosamente analizadas en el libro de Contreras, bajo el título de “liberalismo autofágico”. En esta forma de liberalismo, devenido en liberacionismo progresista, se ha abandonado la cultura del trabajo y del esfuerzo, del sacrificio por la familia y las sociedades, tanto las infrapolíticas cuanto la política, y se ha abocado al consumo, el placer y la pereza, con el resultado de que no resulta posible la economía de mercado (que es la única que produce riqueza), ni la ciencia rigurosa, ni la democracia republicana, ni la educación de calidad, ni la seguridad pública, ni nada de lo que hace posible la vida buena de los seres humanos en sociedad.
En rigor, todo esto ha sucedido - sostiene el profesor español - porque se ha dejado de lado, a través de una evolución maligna de una parte del pensamiento occidental, la matriz conservadora que hacía posible el funcionamiento de un liberalismo próspero, participativo, de seres humanos emprendedores, con libertades públicas y gobierno limitado. Y todo esto se debe principalmente al ya mencionado “gen autodestructivo” del liberalismo, para el cual todo curso de acción ha de ser decidido por la autonomía completa del individuo consumidor y gozador, y el abandono de todos los parámetros que servían hasta la segunda posguerra para la determinación de los perfiles de la vida buena realizada en común.
La solución que propone Contreras es el “liberalismo perfeccionista”, que hace pocos años defendió inteligentemente el profesor de Oxford Joseph Raz (The Morality of Freedom) y que se integra con una revalorización de la naturaleza humana (y de los bienes humanos que corresponden a sus dimensiones centrales) como criterio de perfección, la reconstrucción de la familia heterosexual y procreativa, la reformulación de la economía de mercado y la vida política republicana; y sobre todo, la revivificación de una vida ética de bienes y virtudes y no meramente de derechos individuales basados en la autonomía.
En definitiva, se trata de un libro corto (Borges siempre elogiaba la brevedad en la literatura), valiente, bien escrito, desafiante de las modas contemporáneas (Thibon definía la moda como “esa tiranía de lo efímero que se ejerce sobre los desertores de la eternidad”) y sensato.
Realmente vale la pena leerlo detenidamente para conocer las causas reales de nuestra crisis actual y el camino razonable y realista para superarla.
Además, la palabra “conservador”, de la expresión liberalismo conservador”, remite a la genial y memorable frase de Edmund Burke: “la civilización es siempre sabia, solo el individuo es necio”, que convendría grabar a fuego en la mente de nuestros contemporáneos, en sustitución del necio prejuicio autonómico-progresista tan difundido e impuesto en nuestro días.