Promediaba la década más violenta de la historia argentina, aquella en la que parecieron resumirse todos nuestros enfrentamientos no resueltos para tratar de eliminarlos mediante la muerte del otro.
Podría decirse que fue un tiempo donde se “desideologizó” la violencia, precisamente cuando más ideologizada parecía. En efecto, se la cubrió de contenidos explicativos pero lo cierto es que todos los bandos que la ejercieron no estaban tan interesados en comunicar algo sino en directamente ejercerla. Hubo en ese extraño y horrible momento de la historia nacional una convicción de que la violencia tenía valores en sí misma, que no era un medio para lograr ningún fin, o al menos no lo era principalmente. Que la violencia encerraba en sí misma algún potencial de redención. Se hablaba de violencia de arriba y violencia de abajo, violencia de izquierda y violencia de derecha, pero todas esas clasificaciones no tendían a explicar verazmente el fenómeno auténtico: que matar y morir se había convertido en una misión tanto para unos como para otros imaginarios de nación. Aunque en realidad, más que ideales de Nación se contraponían propuestas de exterminación.
Pero ante tanta violencia que ya se había iniciado antes del 24 de marzo de 1976, fueron los militares desde el momento que instauraron el golpe, quienes la sistematizaron, la organizaron y creyeron posible con ella borrar toda una historia y empezar a escribir otra en sus antípodas.
El gobierno militar tuvo muchos ideólogos civiles, uno de ellos, Roberto Aizcorbe les decía: “El peronismo es un problema adjetivo, la raíz del mal está en la perversión del alma argentina”. O sea, esta vez, a diferencia de 1955, los militares no venían a simplemente desperonizar el país, sino a desargentinizarlo, convencidos de que el origen del mal estaba en el alma de todos los argentinos. Había que acabar con sus aristas extremas mediante su exterminación física y luego sobre el resto iniciar una tarea pedagógica para cambiar una cultura por otra.
Otro ideólogo, Carlos García Martínez, justificaba la dictadura al decir que “las denominadas libertades básicas y derechos esenciales no son necesidades comunes a todos los hombres, sino exigencias de una minoría que requiere de su vigencia, para cumplir su destino”.
O sea la libertad era solo para los militares y sus aliados, mientras que para el resto, sólo podría ser considerada como una gracia otorgada por los poderosos si ellos lo querían. Hubo quienes proponían escribir hasta una teoría apologética de todas las dictaduras. El demonio se había apoderado de la Argentina, en particular del alma de sus nuevos dirigentes, civiles y militares, reiteramos.
Y si no veamos el aspecto donde mejor se expresó el mal en plenitud.
Los militares llegaron a la conclusión de que no podrían ejecutar en público a sus enemigos, entonces decidieron hacerlo en las catacumbas designando al exterminado como desaparecido, alguien que ya no está más y no se sabe dónde está si es que alguna vez estuvo. Sobre ello mucho se ha escrito pero el mal de todos los males se expresa en lo que hicieron con los niños de sus prisioneros nacidos en las mazmorras del régimen y sobre todo por las razones por lo que hicieron lo que hicieron.
En la película “El Padrino”, siendo un niño, el mafioso del pueblo asesina al padre de Vito Corleone. Su madre le suplica al criminal que deje vivir al niño inocente, pero el asesino le dice que no puede hacerlo porque si no cuando crezca querrá vengarse matándolo a él. Pero Vito igual escapa y efectivamente, de grande, asesina al asesino de su padre.
En la Argentina no se quiso matar a los niños, sino algo de una deshumanización tan o más atroz: convertirlos en otra cosa. Entregárselos en adopción a “gente decente” para que mañana esos chicos fueran la negación de sus padres. Quienes eso hicieron fueron mafiosos pero también racistas y si bien la naturaleza siempre recupera su curso y gran parte de esos chicos fueron precisamente recuperados con el tiempo, lo cierto es que se les produjeron grandes traumas entre padres naturales y padres adoptados. Fue un intento de “pedagogía” criminal. Hacer de esos bebés, hombres con el ideario de sus apropiadores.
Los asesinatos del proceso fueron dirigidos por los militares mientras los civiles comprometidos miraban para otro lado a medida que el crimen se expandía por las catacumbas de la Argentina convertida en un templo del mal de características dantescas.
Entre todos los militares la dictadura contó con dos dirigentes en particular que se ubicaron en la cúpula: Jorge Rafael Videla y Emilio Massera.
Ambos eran totalmente diferentes entre sí, casi lo opuesto. El militar profesional y aséptico versus el politiquero demagógico, pero constituyeron un tándem mortal que llevaron adelante la más feroz masacre nacional y la liquidación de un país.
Videla era la expresión acabada de la banalidad del mal, un personaje confesional que quería con la cruz y la espada redimir a los argentinos de sus pecados. Pero no parecía un cruzado con toda la épica del mismo, sino un símil de padre de familia de misa dominical y de severas costumbres. Alguien que en cualquier otra oportunidad hubiera pasado desapercibido y al que sólo la excepcionalidad de la historia condujo a ese papel monstruoso en nombre de una supuesta reconstrucción de la normalidad que décadas de hipócritas moralismos habían instalado como el sentido común de ciertas derechas religiosas.
El otro, Massera, siempre se sintió un nuevo Perón, creyó que ese aciago 24 de marzo era el equivalente a el golpe de julio de 1943 y desde entonces él fue forjando las condiciones para su propio 17 de octubre pero con toda la malignidad propia de ese tiempo canalla. Cometió crímenes por razones personales, cooptó enemigos para su causa. Incluso fue el principal gestor de la guerra de Malvinas como el bautismo de sangre de la nueva Argentina, a través de un periódico donde captó una variada gama de periodistas para ponerlos a su servicio.
Videla y Massera fueron las dos caras más visibles de la Argentina de las catacumbas, donde la muerte era moneda corriente todos los días, mientras por arriba, en la superficie, convirtieron al país en un monasterio franquista, un mundo austero y monacal, con censura y quema de libros. Un verdadero purgatorio mientras por abajo se desarrollaba el infierno.