Era el sábado el día para salir, sobre todo para abordar su noche con todo entusiasmo. Se salía a comer, al casino, a bailar, al cine, a ver los espectáculos que estaban en cartelera en los teatros mendocinos o en los bares que los ofrecían con todo interés. Interés monetario, se sabe. Uno, en el sábado, se preparaba mentalmente todo el día para estar listo, preparado, al llegar la noche. La noche de los sábados era un desparramo de distracción por numerosos lugares de nuestra ciudad. Uno se bañaba y todo, preparaba sus mejores pilchas y, a una hora determinada, encaraba hacia el lugar elegido. Era lo normal, lo que hacíamos todos a la hora de sacarle provecho al sábado.
Ahora el sábado es un día de confinamiento más, otro día de estar encerrado a partir de las 19 y a mirar todo desde adentro. La noche de Mendoza se transformó en un desierto y sólo falta que pasen rodando esos yuyos propios de cuando sopla el viento en el Lejano Oeste.
No hay forma de distraerse, porque lo buscado era la otra gente, era estar en comunión con personas que no conocíamos, pero en el mismo lugar, disfrutando de lo que ese lugar ofrecía: humoristas, músicos, teatro o, simplemente, música para mover el esqueleto.
El sábado ha perdido su prestancia de sábado y todo aparece oscuro y cerrado, sin la menor oferta, sin ofertas. Entonces la ciudad se ve envuelta en sombras que no dicen nada, las calles están vacías de autos, y encontrar a alguien es un albur.
Cómo ha cambiado todo: el sábado, el querido sábado, ahora pasa como un día más. Es más, pasa como uno de los días más pesados de la semana, porque uno sabe que es el momento de la distención, de la algarabía, del jolgorio, y ahora esta amortajado de impedimentos, nada se puede hacer, a ningún lugar se puede recurrir.
Nos va a costar retomar la prestancia del sábado cuando todo esto pase, volver a pensar, volver a prepararnos, volver a bañarnos. Todo eso ha quedado en el país del olvido y no podemos hacer más que quedarnos detrás de los cristales, viendo cómo la noche se devora a la noche.
Peor debe de ser en Buenos Aires, porque un sábado allí era un despilfarro de movimiento. Si hasta Chico Novarro le dedicó una canción que habla sobre el tema y se llama “Un sábado más”.
Ahora es como un lunes, como un miércoles, como un día cualquiera de la semana, porque los días tienen parecidas características y nada hay que altere esa monotonía.
Nos quedamos en casa a ver una película, nos ponemos a jugar a la generala en la mesa del living, nos chuceamos con palabras cuando encontramos un espacio para ella en toda la enormidad del silencio.
Es sábado, pero es un sábado distinto, apagado, sin fuerzas, sin tentaciones: un sábado para acostarse temprano y tratar de recuperar con el sueño, las ganas perdidas, mientras andamos por la casa.
Ya llevamos medio año de esta situación y nada nos dice que vaya a cambiar pronto. Seguiremos, entonces, con el sábado marchito y las ganas en el freezer, seguiremos siendo habitantes de la puerta hacia adentro y alejados de todo aquello preparado para la fiesta.
Es sábado, pero no lo parece. Parece un día de duelo por algo. A lo mejor, por nuestro ánimo.