Cuando para Javier Milei suene esta semana la hora de concurrir al Parlamento para abrir las sesiones ordinarias se habrá cumplido el primer plazo fatal de su gobierno. La Constitución le ordena al Presidente presentar su programa político ante el pleno del Congreso. La realidad económica y social le impone, por su parte, dar cuenta de los avances o retrocesos incipientes en al menos tres grandes ámbitos que requieren de la iniciativa presidencial: el plan de contingencia para la estabilización de precios, el programa de reformas estructurales para garantizar que esa estabilidad sea continua, y el diseño de gobernabilidad para que las medidas tomadas en consecuencia sean admitidas y acompañadas por una masa crítica del conjunto social.
A poco de cumplir los primeros tres meses de gobierno, Milei se jacta de haber obtenido un logro inédito para el breve lapso de su gestión: el equilibrio de las cuentas públicas. El método aplicado ha sido el de un ajuste extremo con una combinación de motosierra y licuadora. Hubo gastos que el Estado dejó de erogar, como subsidios al transporte, transferencias a las provincias, obra pública e inversión directa. Y otros que la inflación superior al 45% al cabo de dos meses consecutivos licuó de manera automática. El sistema previsional aportó más de un tercio del ajuste total.
El plan de ajuste también consiguió una recomposición incipiente de las reservas del Banco Central y contrajo la emisión interna. Las dos anclas que eligió para acometer la estabilización de los precios -la fiscal y la cambiaria- funcionaron a la hora de evaluar la contabilidad pública. Al menos dos resultados esperan como consecuencia en el Gobierno: que comience a ceder la fiebre inflacionaria desde el índice de precios de febrero y que el sobrecumplimiento de las metas fiscales y de reconstitución de reservas habilite una negociación nueva con el FMI que incluya recursos adicionales.
Todo el plan de contingencia, de cuyos primeros resultados el Gobierno se ufana, depende del programa de reformas estructurales. Si no prosperan esas reformas puede imponerse la inercia de lo heredado. Las anclas pueden verse desbordadas: por el lado del gasto -la licuación también tiene límite- o por el lado de las presiones para una nueva devaluación.
Sobre el programa de reformas estructurales, el Presidente no podrá mostrarse satisfecho como con el plan de contingencia. Propuso dos herramientas jurídico-políticas de primera magnitud para impulsar esos cambios y por el momento ha fracasado en su consecución. El DNU 70 ingresó en un camino previsible de bloqueo judicial particionado por cada tema sensible que intentó modificar, en especial la reforma laboral. A la ley ómnibus le fue peor. Tras un debate tortuoso en las comisiones del Parlamento, y pese al retiro del paquete fiscal para facilitar su aprobación, terminó en la nada. El programa de reformas, la ambiciosa “Ley de Bases” se quedó sin plano y sin cimientos.
Ajuste, reformas, gobierno
La Casa Rosada, como haría cualquier gobierno, intentó disfrazar ese porrazo parlamentario como un cálculo político. Dijo que funcionó como “principio de revelación”. Una epifanía beneficiosa porque echó luz meridiana sobre los alineamientos proclives o reaccionarios al cambio. Pero ese recurso discursivo no deja de ser un mecanismo de control de daños. El gobierno quería la ley y la necesitaba. El primer interesado en acoplar el vagón doloroso del ajuste a la locomotora virtuosa del programa de reformas estructurales era (o debería ser) el Gobierno. Y no lo consiguió. Eso desató una tormenta política que lejos está de haber terminado. Una serie de conflictos en latencia cobraron intensidad desde entonces con visibilidades dispares. El más estridente, por la envergadura de sus vocerías institucionales, es el que permanece abierto como una conflagración inflamable entre los gobernadores y el gobierno nacional.
La fugacidad intrínseca de un plan de ajuste fundado (en más de un tercio) en la licuación de ingresos, y sin el soporte de un programa de reformas estructurales que reconstituyan una economía robusta, pone de relieve la urgencia de que el Gobierno ofrezca un diseño creíble de la gobernabilidad que espera construir.
Hasta el momento, la única idea de gobernabilidad que exhibe Milei es la restauración de una polarización que había cedido durante el momento electoral de los tres tercios. Una nueva grieta, con una divisoria de aguas diferente. Por eso castiga más a quienes intentan reivindicar un espacio de centro que a quienes efectivamente constituyen el polo de reacción a cualquier cambio, como transparentó Cristina Kirchner en su único pronunciamiento público en tres meses.
Milei entiende que la única gobernabilidad posible resulta de evidenciar y profundizar el conflicto. Que allí reside el respaldo de la mayoría que lo condujo al poder y también allí resiste la tolerancia excepcional que demanda el plan de ajuste. No todos sus interlocutores piensan lo mismo. Ni los bloques políticos en los que está fragmentado el Congreso, ni la liga de gobernadores que ahora perdió la coloratura unánime de otros tiempos. Ni los técnicos del FMI, que por tercera vez le han advertido sobre la necesidad de atender al costo social del ajuste que aplica; ni los líderes extranjeros que por ahora lo reciben con su mejor sonrisa diplomática.
Así como el sinceramiento de precios reprimidos, combinado con la licuación del gasto, no constituye por sí mismo un programa de estabilización; así como un plan de estabilización nunca será tal en Argentina si no articula con un programa de reformas que reconstituyan mercados, tampoco un diseño de gobernabilidad es eficiente si únicamente se limita a agitar el desorden. Para sólo explicar luego que los resultados no llegan por la necia conspiración de los renuentes.