Un dogma político en lenta agonía

La dupla integrada por Alberto y Cristina Fernández reinstaló una creencia constitutiva del sentido común en la política argentina: sólo el peronismo puede y sabe gobernar al país. Sin embargo, esa columna central en la catedral simbólica de la política se derrumba esta vez sin atenuantes.

Un dogma político en lenta agonía
La dupla integrada por Alberto y Cristina Fernández reinstaló una creencia constitutiva del sentido común en la política argentina: sólo el peronismo puede y sabe gobernar al país. (AP/Archivo)

El sistema político argentino intenta procesar una novedad que lo amenaza hasta los cimientos: una crisis económica tan profunda como la de comienzos de siglo, pero diez veces más larga. Los efectos sociales de esa agonía son desconocidos, no tanto por su magnitud sino por su arraigo. Una emergencia de décadas deja de serlo. Se transforma en un dato estructural.

El carácter excepcional de la crisis no sólo desafía los métodos de la política para enfrentarla, sino también los conceptos fundamentales con los que se concibe a sí misma. Tras la breve experiencia alternativa de Mauricio Macri en el gobierno, la dupla integrada por Alberto y Cristina Fernández reinstaló un dogma constitutivo del sentido común en la política argentina: sólo el peronismo puede y sabe gobernar al país.

Esa columna central en la catedral simbólica de la política argentina se derrumba esta vez sin atenuantes. Para la política, esta crisis es la lenta agonía del peronismo que se presentaba como garante exclusivo de la gobernabilidad. Le estaba ocurriendo a Cristina Kirchner en su segundo mandato presidencial. La derrota de Daniel Scioli en 2015 le dio la chance de abuchear en la platea. Ahora está aprisionada en otro gobierno propio. Su discurso se ha reducido a dos opciones: desestabilización o excusas. Y ninguna de las dos es gobierno. Sin respuesta frente a la crisis, el kirchnerismo recurre a ideas y métodos que ya le fracasaron en el pasado. Tres ejemplos entregó durante la semana.

El primero es el descalabro a esta altura inexcusable de la política exterior. El escándalo del avión fantasma tripulado por venezolanos e iraníes es alarmante por los riesgos que implica para la seguridad nacional. Desde las embajadas de Estados Unidos e Israel dejaron señalados esos riesgos, que Argentina aprendió de la peor manera. Suena inconcebible, pero el Gobierno insiste con alineamientos externos que han sido trágicos para el país y antes le produjeron una profunda deslegitimación interna. Tanto Alberto Fernández como Cristina Kirchner suelen insistir con un axioma: Argentina no tiene amigos ni enemigos externos, sino sólo intereses. Más aún en la escena de un mundo multipolar.

Es una idea de la neutralidad amoral, ajena a los valores democráticos. Pero aún si se concediese esa idea como admisible ¿qué intereses son los que están guiando al Gobierno a regresar a relaciones carnales con regímenes como los que están involucrados en el escándalo del avión fantasma? ¿Acaso no pagó Cristina Kirchner con la muerte del fiscal Alberto Nisman el más caro precio de su historia política personal por no poder explicar qué intereses estuvo defendiendo entonces?

¿Qué intereses ampara Alberto Fernández, ahora que eligió relocalizar a la Argentina en la escena global como felpudo de ingreso para Vladimir Putin y espacio de cielos abiertos para la inteligencia de Nicolás Maduro y la Guardia Revolucionaria iraní? La única respuesta oficial a estas preguntas fue un recurso que le es habitual: la teoría del tripulante homónimo. No fueron cuadernos, sino fotocopias.

El segundo reflejo hacia el pasado es la combinación de despropósitos en que ha convertido la política económica. Mientras el gobierno explica en público que la nueva guerra global es por la energía, aplica en el frente interno la vieja receta que le fracasó a Cristina Kirchner en su segundo mandato. El principal drenaje de reservas en el Banco Central es por la necesidad de importar combustibles y al mismo tiempo el inductor más oneroso de emisión monetaria y endeudamiento interno es el déficit fiscal admitido para subsidiar la energía.

Es tan grave la combinación de esos desajustes que el Gobierno se causó a sí mismo una corrida cambiaria: vendió a mansalva bonos nominados en pesos para comprar combustible en dólares. Y disparó un aumento del dólar por la desconfianza que indujo sobre su propia deuda en pesos. Pero la solución propuesta por Martín Guzmán y el comando energético del Instituto Patria es volver a los tiempos infructuosos de la “sintonía fina”: una segmentación de subsidios que propone convertir las tarifas en impuestos.

El tercer reflejo anacrónico fue aportado por el grupo de dirigentes del peronismo que intentaba mostrarse como una sensatez ajena y mediadora entre Cristina y Alberto. Los gobernadores justicialistas se juntaron para reclamarle al Gobierno la caja de los planes sociales que manejan las organizaciones piqueteras.

El pedido nace de una constatación ineludible. El fenómeno piquetero, que fue un emergente nuevo en la crisis de 2001, es hoy una estructura burocrática tan extensa, solvente y arraigada que hasta los dirigentes del trotskismo admiten en público y sin pudor el cobro de sobornos a los beneficiarios de programas sociales para la movilización callejera.

Pero en los hechos, aquella geografía urbana de los tiempos en que se asomaba al fenómeno piquetero tras la caída de la convertibilidad se ha convertido en el territorio de la resignación institucional. Ningún gobernador, ningún intendente, se anima a dar la cara en los umbrales de la casa tomada. Tampoco ofrecen una salida de fondo. Sólo cambiar de mano la administración: trasladar los cuantiosos recursos de los piqueteros a las provincias y municipios.

Es el mismo itinerario decrépito de la izquierda defensora de la cuarta internacional. De la promoción activa de la revolución social a la supervisión rentada de la nueva mendicidad.

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