En el que fue uno de los giros más notorios de su gestión, el presidente Alberto Fernández pasó de decir que no cree en la necesidad de un plan económico, a prometer un maxiplan que abarque los dos años que le quedan de mandato y hunda las raíces más allá del gobierno que viene. Contra toda lógica, a esa promesa no la hizo cuando todavía tenía mayoría parlamentaria, sino en el mismo momento en que la perdió.
El ministro Martín Guzmán sinceró en estos días el nombre y apellido de ese programa. “Hubo quienes pensaron que ese plan plurianual era el acuerdo con el FMI”, le preguntaron al ministro en el diario español El País. “Es eso, efectivamente”, respondió. El plan será escrito, a cuatro manos, en los despachos del Fondo.
Al kirchnerismo esa evidencia comienza a urticarle el doble, porque sabe que se extingue el tiempo para sacarle el traste a la jeringa. A los vencimientos de deuda en 2021 pudo afrontarlos con la asistencia especial en derechos de giro que aprobó el FMI por la pandemia. El pago de diciembre, ya con reservas, dejó la contabilidad del Banco Central en rojo.
En el Instituto Patria festejaban -hace nueve meses- una reunión de dos horas y 15 minutos entre Guzmán y Kristalina Georgieva. Guzmán había concurrido a Olivos el 27 de marzo para desayunar con Alberto Fernández e informarlo de las gestiones por la deuda. Fue con un comunicado del FMI en la mano donde Luis Cubeddu y Julie Kozack, técnicos del staff del Fondo, reconocían que la inflación es un fenómeno multicausal y no sólo monetario. “Se comprende el júbilo de Guzmán: el FMI repite punto por punto sus propios conceptos”, dijeron los voceros de Cristina Kirchner.
Esos mismos celebrantes de entonces dicen ahora que el Fondo Monetario amistoso y comprensivo que parecía estar cambiando de paradigma tras la pandemia está mostrando un rostro distinto. No hizo lugar a ninguna de las peticiones argentinas. Si hay un acuerdo de facilidades extendidas, no será más allá de los diez años usuales. Tampoco cederá con las sobretasas por el volumen de la deuda argentina que Guzmán vendió en los medios como un hecho consumado tras su última visita a Roma.
Las declaraciones más recientes del ministro alimentan el desasosiego de los mismos que en marzo pasado decían que había que desdramatizar el acuerdo con el Fondo porque, en el peor de los casos, no habría desembolsos pautados durante lo que queda del actual gobierno. Guzmán pareció apuntarle a Estados Unidos y Alemania por la nueva fase actual de “incomprensión” de la realidad argentina que campea en el FMI. Como al mismo tiempo el embajador argentino Estados Unidos, Jorge Argüello, se reunió en Washington con el nuevo representante del gobierno norteamericano en Buenos Aires, Marc Stanley, el cristinismo ya se queja en público por el secretismo de las negociaciones de Alberto Fernández con las potencias hegemónicas en el Fondo.
Cristina Kirchner debería escuchar, ante la duda, los mismos sermones que viraliza. Dedicarse a enterrar fantasmas. Porque las sugerencias diplomáticas que recibe Argüello son las mismas de siempre: tomar distancia de las dictaduras que florecen en la región. Y las condiciones técnicas del Fondo también son las mismas: frenar la emisión monetaria desbocada y reducir el gasto. El Banco Central terminó diciembre con una emisión que superó los niveles de mayo de 2020, cuando el Estado se puso al hombro el derrumbe económico por la cuarentena.
Es probable que desde el FMI también se observe que el discurso de Guzmán sobre un programa plurianual acordado con la oposición es una quimera. Por la nueva realidad política que exhibe la oposición. Hay allí una paradoja curiosa. La coalición opositora consiguió mantenerse unida en el peor momento y se fragmenta en el mejor.
”En el Congreso habrá que acostumbrarse a jugar al fleje”, dicen las voces más experimentadas y racionales de Juntos para el Cambio. La principal oposición ha crecido sin reparar demasiado con quién. Ahora el crecimiento entra en conflicto con la homogeneidad. Es lo que dejaron como aprendizaje los tropiezos en ambas cámaras del Parlamento con el impuesto a los Bienes Personales. Las elecciones ganadas ya no forman parte del discurso social. La coalición opositora no tiene otra alternativa que dedicarse de manera urgente a encontrar el modo de administrar sus diferencias.
La marea de disturbios intestinos le llegó por tandas. El radicalismo abrió el juego con la movida divisoria cada vez menos comprensible del cordobés Rodrigo de Loredo. Apenas se atenuó con un arreglo sobre el uso de las sillas en el Comité Nacional. Pero la discusión por las reelecciones de los intendentes bonaerenses detonó al PRO.
María Eugenia Vidal quedó debilitada. Mientras, sigue cayendo en las encuestas. Horacio Rodríguez Larreta intentó mantenerse al margen. Ya se había puesto a medio radicalismo en contra para defender a Martín Lousteau y lo que menos le conviene a su proyecto presidencial es enemistarse, además, con intendentes de su propio espacio. Macri intentó despegarse del jubileo reeleccionista y Patricia Bullrich quedó embretada.
Por las malas, la oposición advirtió de que hay algo aún peor que su crisis de liderazgo: abrazarse a una agenda política enajenada. Rechazada por la misma sociedad que la votó.