Ucrania y nosotros

Putin, Trump y Bolsonaro expresan una concepción del mundo opuesta al liberalismo democrático. En tanto, Alberto y Cristina coquetean con el líder ruso.

Ucrania y nosotros
Cristina Kirchner y su fascinación por Putin.

A poco más de treinta años de la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el consecuente desmembramiento de las diversas naciones que constituían el imperio soviético, Vladimir Putin ha lanzado, no su primero, pero sí su más audaz paso en pos de reconstituir esa potencia comunista perdida, pero con el espíritu y los valores del zarismo previos a la llegada de Lenin y Stalin.

Estados Unidos, el principal beneficiario de la caída de la URSS, sostuvo en esos años dos grandes interpretaciones sobre el fenómeno, muy contrapuestas, que son claves para entender lo que está pasando hoy.

En 1992, Francis Fukuyama en su artículo “El fin de la historia” adujo que lo que había ocurrido era la comprobación de la manifiesta superioridad del Occidente capitalista y liberal sobre el despotismo ruso y las otras variantes comunistas. Y de que de ahora en más el universalismo democrático liberal se impondría en todo el mundo, aunque tuviese que ser “ayudado” al principio con alguna “intervención” del imperio triunfante.

Poco después, en 1993, Samuel P. Huntington se opuso drásticamente a esa concepción. Escribió “¿El choque de civilizaciones?”, donde sostenía que lo que vendría con la caída de la URSS era un retorno a las viejas civilizaciones con sus grandes diferencias religiosas y culturales. Ni el Estado Nación liberal ni el ideologismo comunista serían ya hegemónicos. Ahora cada civilización se reconstruiría y entraría en competencia con las otras pero sin necesidad de imponer su idea a las demás. Proponía que Estados Unidos se replegara sobre sí mismo, recreara sus antiguos valores y dejara de intervenir en el resto del mundo para fortalecerse internamente separándose incluso de las ideas que desde México y otros países latinos introducían una cultura opuesta a la anglosajona. O sea, muchos años antes, Huntington ya tenía en la cabeza y en sus libros las ideas fuerza con las que Donald Trump asumiría el gobierno de los EE.UU. Que son las mismas con las que asumiría Jair Bolsonaro. Y son las mismas con las que hoy Putin intenta reconstruir el imperio zarista-comunista, invadiendo todo lo que considera parte de la gran Rusia.

Huntington incluso pronosticó que el mundo se dividiría en nueve civilizaciones: subsahariana, latinoamericana, sínica, hindú, budista, nipona, occidental, ortodoxa e islámica.

Intuitivamente o no, ese es el mundo que hoy tiene Putin en su cabeza, mientras que Biden sigue pensando en llevar la democracia liberal a Rusia y a China, aunque ya sin el intervencionismo militar al que fueron tan propensos los dos Bush.

Lo cierto es que hoy las ideas de Fukuyama y Huntington sobrevuelan y combaten entre sí en los conflictos que dividen a la humanidad y que hasta incluso pueden llevar a una nueva guerra de proporciones mundiales.

La idea de Gorbachov de que la implosión del sistema soviético le abría las puertas a la sed de libertad y democracia de su pueblo, hasta ahora demostró no ser tal. Tampoco la ilusión de que mientras China más desarrollaba el capitalismo, para que éste siguiera siendo efectivo necesitaba de la democracia, no se está demostrando. O sea, que ni la democracia ni el liberalismo se imponen en China o Rusia. Pero sí el capitalismo que adquiere, en sus diversos modos, características cada vez más universales. Capitalismo bien salvaje en China y bien corporativo en Rusia, pero capitalismo al fin sin una pizca de comunismo, el cual es apenas una excusa con la cual se intenta disfrazar ideológicamente el despotismo político que convive con el capitalismo más implacable. Vale decir, ni la democracia ni el liberalismo se han universalizado, pero sí lo ha hecho el capitalismo.

Aparte de las dictaduras de Irán, Siria, Venezuela, Cuba, Nicaragua y países por el estilo, con Putin sólo simpatizan Trump y Bolsonaro porque sostienen la misma concepción civilizatoria de aislamiento y de conservadurismo culturales extremos, junto al deseo de recuperar grandezas perdidas. Un retorno a un mundo políticamente parecido a la Edad Media pero con los basamentos de las nuevas tecnologías y de internet. Una globalización medieval frente a la cual el Occidente liberal se encuentra despistado porque no se lo esperaba, al creer más en el triunfo absoluto del liberalismo a lo Fukuyama y no escuchar las advertencias de Huntington.

En ese mundo tan complejo, si los países desarrollados de Occidente están despistados, es de imaginar cómo lo estará la Argentina K, esa que necesita de EE.UU. y Europa para satisfacer sus urgencias materiales pero que a la vez no se cansa de coquetear con Rusia y con China como una adolescente enamorada de un fortachón sin escrúpulos. Pero no es que Cristina y los suyos quieran reconstruir viejos imperios que por acá no existieron, más allá de alguna alabanza ideologizada a los pueblos originarios, sino que se sienten atraídos por ese despotismo político que los K confunden con las ideologías antiimperialistas de la guerra fría. Por eso Cristina en sus presidencias se sintió fascinada con el socialismo siglo XXI de Hugo Chávez, tanto que hasta aceptó su consejo de intentar una alianza con el Irán teocrático. Y ahora se siente fascinada, algo por China pero mucho más por Putin, ese líder que une autoritarismo político con capitalismo estatista de amigos. El sueño del pibe, mejor dicho de la piba. Y que los hace entrar en la suprema ambigüedad en lo referente a condenar la invasión rusa porque se sienten atraídos por su modelo político, no tanto porque lo quieran imitar igual, pero sí lo admiran como admiraron el modelo venezolano y siguen idolatrando el modelo cubano.

Extraña convivencia entre déspotas en serio y una estudiantina de chiquilines a los que les gusta jugar de autoritarios por una excentricidad antiimperial, por una fobia a todo tipo de globalización. por una nostalgia hacia viejas ideas de la guerra fría y por una recuperación de las prácticas más autoritarias del primer peronismo al que el último Perón, la renovación y hasta Menem dejaron de lado.

No es una tercera posición, sino una no posición que no aprovecha las ventajas de estar en un lado u otro, ni siquiera en el medio. Y es incapaz de tener un lado propio.

De allí la antidiplomacia que caracteriza siempre a Alberto Fernández: Cuando debe ser cuidadoso e incluso un poco ambiguo para no meterse en un lío innecesario entre grandes potencias, se va de boca poniéndose a disposición de Putin ofreciéndole -con singular imprudencia- ser la puerta de entrada a América Latina para que Rusia nos libere del domino yanqui. Y en el momento en que debe ser preciso y nada ambiguo como cuando se trata de condenar una invasión, allí sí Alberto se pone ambiguo y cuidadoso al extremo, temeroso de ofender al invasor. Nunca gana nada, salvo la complacencia ideológica de Cristina que por otra parte nunca se lo agradecerá, porque jamás le parecerá suficiente nada que haga el presidente puesto.

Y lo peor es que hay una secreta identidad compartida entre lo que piensa Cristina y concreta Putin. En su anterior reencarnación, más que faraona debió haber sido zarina.

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