Las elecciones en Estados Unidos pusieron en evidencia el crecimiento del voto popular a favor del candidato del partido republicano instalando intensos debates sobre el impulso global de las nuevas derechas que amenazan el desempeño de las democracias republicanas. La fisonomía social del voto, la mayoría parlamentaria obtenida, la composición conservadora de la Corte Suprema de Justicia y el programa de gobierno anunciado en la campaña electoral anticipan un panorama inquietante sobre los derechos de las minorías étnicas y de las mujeres, los acuerdos internacionales sobre el cambio climático, las políticas inmigratorias, la salud y educación públicas, el sistema científico, la política exterior, entre otras promesas y gestos preocupantes.
Con ello, y como ha señalado más de un experto, el regreso de Donald Trump a la presidencia pone en jaque los principios fundacionales del primer experimento democrático nacido a fines del siglo XVIII en el Nuevo Mundo. Una novedad institucional, que bien vale recordar, conmovió los fundamentos del poder político y que, como arguyó John Adams, se inspiraba en los preceptos de los sabios de la Ilustración para fundar las bases de gobiernos libres, sin reyes ni dinastías mediante sino surgidos de la conversación y consensos construidos por hombres iguales ante la ley y regulados por constituciones escritas destinadas a controlar a los gobernantes que debían conducir “la felicidad y seguridad de los ciudadanos”. Un repertorio de constituciones surgidas en el seno de legislaturas o congresos formados en cada una de las trece ciudades que transitaron el camino de colonias a la comunidad de naciones como resultado de la revolución y la guerra de independencia librada contra la vieja metrópoli imperial. Constituciones cimentadas en el consentimiento popular, es decir, en el voto de varones libres de 21 años o más con requisitos de propiedad o instrucción pero que no rompieron del todo con el pasado en tanto recuperaron la tradición institucional y administrativa colonial, las prácticas representativas inglesas y las ideas de Montesquieu sobre la división de poderes para hacer efectivo el control y balance de funciones, y evitar el despotismo. La constitución del estado de Virginia de 1776 sirvió de ejemplo para varios otros en torno a derechos que desde entonces nutren la tradición de las libertades modernas en contraposición a las antiguas: libertad de conciencia y de expresión, libertad de reunión y asociación, libertad de cultos, libertad de comercio, procesos judiciales rápidos, defensa de la vida y la propiedad. Naturalmente, la ampliación de derechos civiles gravitó en el debate sobre la esclavitud, la institución denostada por los ilustrados por representar la cara visible de la barbarie frente al programa civilizatorio, el progreso y el bienestar humano. Y si bien varios estados prohibieron el tráfico de esclavos, los intereses de las compañías mercantiles que nutrían el tráfico forzado de personas entre África y América unidos a los del sector propietario de las economías agrarias de los estados del sur, prolongaron la lucha por la emancipación de la población afronorteamericana hasta la segunda mitad del siglo XIX para cuando la guerra de secesión saldó el viejo litigio sin corroer del todo la infranqueable segregación social y cultural de los negros declarados libres y sus descendientes.
Aun así, el impacto de la revolución norteamericana en el escenario mundial fue enorme porque no sólo fijó un ejemplo de cómo lograr la descolonización y el gobierno republicano sino porque mostró por primera vez un modelo de constitución federal que estipuló la coexistencia de gobiernos estaduales y la del gobierno nacional o general. Un modelo constitucional práctico fundado en el credo liberal que sería objeto de reflexiones y fuente de inspiración de las elites intelectuales y políticas latinoamericanas para tramitar el fragoso camino de edificación de las repúblicas nacidas de la ruptura con España. Un experimento republicano creativo y difícil de consolidar en suelo americano a raíz de luchas internas lacerantes pero que hizo decir al chileno Francisco Pinto a San Martín en 1842: “Nuestro país sigue su marcha pacífica, tranquila y progresiva, y me parece que resolvimos el problema; que se puede ser republicano hablando la lengua española. Pero Ud. que conoce la fisonomía de nuestro país, habrá advertido que nunca lo haremos a manera de la democracia de Estados Unidos, sino republicanos a la española”.
Entre aquel momento auspicioso de las democracias occidentales y el actual sobrevuelan varios interrogantes. Ante todo, porque el triunfo de Trump no sólo pone de relieve la crisis del sistema político, los canales de representación y las tradiciones partidarias clásicas, sino también porque el clivaje “derecha/ izquierda” parece haber sido remplazado por un nuevo antagonismo que enfrenta a “etnonacionalistas” y “cosmopolitas”. Se trata de una división ideológica y política vigorizada por franjas de ciudadanías acechadas por el quiebre del horizonte de expectativas, la inflación o el desempleo, y las firmes defensoras de la expansión de los derechos humanos o civiles. No se trataría entonces del fracaso liso y llano de la narrativa democrática la que explicaría el rotundo éxito de Trump sino de la defección del partido demócrata de sus bases electorales históricas. Como subrayó el senador Sanders en una entrevista reciente: “no debería sorprender mucho que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora descubra que las clases trabajadoras los haya abandonado”.
Es difícil saber si se trata de un realineamiento político definitivo. Pero lo que resulta claro es que el porvenir de las democracias contemporáneas no dependerá de ciudadanías exigidas por aliviar sus condiciones de existencia, sino que la sobrevivencia de las formas de vida democráticas interpela concretamente a sus dirigencias. El prestigioso profesor de Harvard, Steven Levitsky, autor de un famoso libro que anticipó los riesgos que atraviesa la democracia norteamericana (y no solo de ella) lo expresó en los siguientes términos: “No podemos depender del electorado para salvarnos. Es el trabajo de la elite defender la democracia. De los políticos, los jueces, los periodistas, los líderes religiosos, los empresarios. No podemos depender de la gente. La gente se preocupa, con razón, por la inflación”.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y de la Universidad Nacional de Cuyo.