Los anuncios expansionistas de Donald Trump han generado reacciones por todas partes. Europa se inquieta. Mientras el gobierno de Macron llamó a cerrar filas a favor del “despertar” del Viejo Mundo en base a acuerdos científicos, intelectuales, tecnológicos, industriales, agrícolas, energéticos y ecológicos, los referentes de las derechas radicales europeas depositan expectativas en una alianza transcontinental con el nuevo presidente norteamericano. Entretanto, voces expertas en política internacional interpretan sus declaraciones como síntoma del programa económico que calcula impulsar basado en la explotación de riquezas naturales en las que el gobierno federal no tiene soberanía: el Golfo de México que pretende rebautizar con el nombre Golfo de América para capitalizar sus valiosas reservas petroleras; la inmensa y poco poblada isla de Groenlandia por la atracción que ejercen sus riquezas minerales inexplotadas y el estratégico canal de Panamá, el espectacular vaso comunicante del comercio interoceánico que el país centroamericano reintegro a su soberanía en 1999 tras siete décadas de hegemonía estadounidense. También se sabe la favorable recepción de sus provocadores anuncios entre sus firmes simpatizantes, aunque se conoce menos si sembraron expectativas en sectores de su propio electorado movilizados por componentes nacionalistas territoriales de legendaria prosapia en la conformación histórica de los estados que integran la Unión desde el siglo XIX.
Si se realiza una mirada de largo plazo de esa historia hay un dato que resulta evidente por la sencilla razón que la idea de comprar o anexar territorios constituyó un resorte crucial de la expansión territorial en las décadas que siguieron a la declaración de la independencia en 1776. Hasta entonces las trece colonias británicas que rompieron lanzas contra la antigua metrópoli imperial con el apoyo de Francia y España, viejos rivales de los “impíos” ingleses, estaban recostadas en vastos territorios del noreste, contaban con accesos fluviales y marítimos estratégicos para alimentar las nervaduras del mercado trasatlántico y del Caribe, y litigaban tiempos paz y guerra con las poblaciones originarias en las porosas fronteras de los Apalaches.
Esa geografía o mapa comenzó a cambiar en 1803 cuando Napoleón Bonaparte puso término al traspaso intermitente de la Luisiana entre los poderes imperiales europeos, y resolvió venderla a los Estados Unidos por dos motivos principales: el éxito de la revolución de los negros en Haití que sacudió el mundo conocido y la decisión de enfrentar a Inglaterra con ilusión de proyectar su hegemonía en Europa continental mediante contingentes enormes de ejércitos movilizados con los lemas de la revolución francesa. La negociación pactada entre James Monroe, el enviado extraordinario del presidente Jefferson, y el ministro de relaciones exteriores francés, estableció un valor de 15 millones de dólares constituyendo la operación más importante de la historia de Estados Unidos. La integración de los nuevos territorios y poblaciones introdujo dilemas constitucionales que Jefferson arbitró con los federalistas en el Senado al tiempo que impulsó expediciones exploradoras para inspeccionar recursos, caminos y senderos que hicieron pie en las costas del Pacífico. Con la incorporación de aquellos inmensos territorios, los estadounidenses abrían el camino de expansión hacia el oeste que favorecieron la instalación de colonos blancos, desplazaron a grupos indígenas nativos mediante acciones militares o diplomáticas y radicaron población africana esclavizada en las economías de plantación del sur con lo cual se ponía sobre el tapete la coexistencia de regímenes de libertad individual diferentes con los estados del norte que ya habían prohibido el tráfico de esclavos. Un problema que ocupó la agenda de los padres fundadores de la democracia norteamericana, como John Q. Adams, quien advirtió que el dilema constituía el “preludio de un extenso y trágico volumen”.
Años después, en 1819, la expansión norteamericana sumó un nuevo eslabón con la incorporación a su órbita de los territorios de La Florida que se hallaban al este del río Mississippi y estaban en posesión de la alicaída monarquía española. Lo hizo en medio de un contexto internacional diferente enmarcado por el colapso del sistema napoleónico, la restauración legitimista europea, la creciente hegemonía británica en el comercio mundial y el convulso escenario abierto con las revoluciones de independencia que habían arrebatado a España sus ricas colonias americanas. El tratado firmado entre Luis Onís y el mismo Adams, selló acuerdos de paz sólidos e inviolables y “amistad sincera” entre las partes que incluía la suma de 5 millones de dólares y, naturalmente, el compromiso del gobierno norteamericano de no apoyar a los insurrectos americanos que contaban con simpatías en círculos demócratas, y facilitaban contactos con comerciantes y armadores asentados en Baltimore o New York, para equipar naves, comprar armas y reclutar soldados o marineros oriundos de la diáspora napoleónica. Con ello, Estados Unidos no sólo unía las tierras al este del Mississipi sino que adquirió derechos sobre Oregón y fijaba límites con el todavía extenso virreinato mexicano que recién declaró su independencia en 1821 mediante la negociación con el representante del rey español.
Ya en la segunda mitad del siglo XIX, y una vez clausurada la guerra civil que erigió al general Grant a la presidencia, el gobierno aceptó la oferta del emperador ruso de cesión de derechos sobre Alaska por 7.2 millones de dólares. La visión imperialista de su ministro Seward gravitó también en la anexión de las islas Midway en el Pacífico, y en la gestión de derechos de tránsito en Nicaragua que anticiparon la sistemática vocación intervencionista de la política exterior norteamericana en los países de la región mediante estrategias diversas que incluyeron acciones directas, juegos diplomáticos e intereses empresariales y comerciales.
Esa tensa madeja de relaciones de cooperación y conflictos intermitentes gravitaron en la guerra con México por la que anexó pueblos y tierras al norte del río Bravo, la independencia de Cuba que despojó a España de su última colonia en el continente y la tutela o protección de Puerto Rico hasta hoy vigente. A comienzos del siglo XX el gigante país del norte se erigía en líder continental con la firme desconfianza de las dirigencias y diplomacias latinoamericanas. A esa altura muy pocos podían prever el protagonismo que habría de adquirir en el escenario mundial al desatarse la Gran Guerra.
* La autora es historiadora del Conicet.