En la secuela de “Trump presidente” ¿habrá una versión suavizada o una versión recargada del millonario líder conservador?
A pesar de haber llegado a la Casa Blanca con poca espalda porque había ganado por poco en el Colegio Electoral y perdido en el voto de los ciudadanos, su primer gobierno fue duro en materia de cavar grieta, perseguir al “enemigo interno”, causar brotes sicóticos en la política y generar crisis institucionales. De tal modo, empoderado por una victoria contundente en el Colegio Electoral y también en el voto de los ciudadanos, es posible que el que regresará en enero al Despacho Oval sea un Trump recargado.
Acaba de convertirse en el segundo presidente con dos mandatos discontinuos. El único antecedente es Grover Cleveland, en la segunda mitad del siglo 19.
Es, además, el primero que consigue ganar una elección con casi un centenar de procesos judiciales que van desde delitos sexuales hasta delitos empresariales y políticos. La amoralidad y la egolatría también restan apoyo en las urnas, pero Donald Trump revirtió esa ley de gravedad. Pero lo más impresionante es que se trata del primer político que gana una elección habiendo cuestionado la democracia que nació junto con los Estados Unidos y hunde sus raíces hasta el siglo 17, cuando en 1630 comenzaron a funcionar las asambleas legislativas de las trece colonias de Nueva Inglaterra.
La primera señal preocupante es un conservadurismo extremo que, sobreexcitado con el resultado en Estados Unidos, ya ejecuta linchamientos en las redes y en los medios. La euforia conservadora y “grietista” confunde legitimidad de poder con pensamiento democrático. La victoria de Trump es legítima y lo será su presidencia. Pero eso no quiere decir que sea un líder democrático que defenderá el Estado de Derecho.
Hugo Chávez encabezó presidencias legítimas, pero no era democrático. Jamás hizo autocrítica por su asonada golpista contra Carlos Andrés Pérez y, desde el inicio de su “revolución bolivariana”, convirtió a los adversarios en “enemigos del pueblo” y “pitiyanquis al servicio del imperialismo”. Por eso encaminó Venezuela hacia la dictadura calamitosa que hoy padece, bajo un régimen residual del chavismo.
Es posible que Trump haya reseteado sus ideas y también haya democratizado su modo de sentir la política y manejar el poder. Pero haber pasado los últimos años y meses hablando de “enemigo interno”, insultando a los adversarios y jactándose de haber roto el equilibrio tradicional entre conservadores y progresistas en la Corte Suprema, creando una corte dominada por jueces supremos reaccionarios, no son señales alentadoras sobre el cambio que necesariamente debe hacer un líder con más prontuario que antecedentes democráticos.
A la esperanza en ese cambio la dificulta una ausencia total de autocrítica sobre el intento fraudulento de alterar el resultado en Georgia presionando por teléfono a un importante funcionario local para que consiga los 11.780 votos que le faltaba para quedarse con los electores de ese Estado del sureste.
Tampoco hubo en estos cuatro años en el llano una autocrítica por lo actuado durante el violento “putsch” del 6 de enero del 2021. Menos aún se disculpó por las cinco muertes que dejaron los trumpistas en el Capitolio. Tampoco por denunciar fraude sin pruebas. Por el contrario, mantuvo esa denuncia para debilitar el gobierno de su vencedor.
Aunque parecido a un milagro, es posible que ese cambio ocurra y el magnate neoyorquino realice su segundo mandato liderando con sensatez, construyendo puentes de diálogo y entendimiento en lugar de cavar trincheras y producir grietas, fortaleciendo la democracia en lugar de reemplazarla por una autocracia como la de su admirado Vladimir Putin.
Pero a la euforia conservadora que desató su triunfo no le interesan las señales de posibles riesgos para la democracia, a la sombra de un líder personalista que radicalizó al partido de la centroderecha estadounidense, convirtiéndolo en una facción ultraconservadora y trumpista. Le interesa que el millonario magnate neoyorquino haya vencido a “una comunista”, como absurdamente describe a Kamala Harris y al Partido Demócrata.
Excitadísimo con la victoria, el trumpismo global confunde preocupación con resentimiento y llama con desprecio “cultura woke” a todo lo que, sin caer en demostraciones extremas, reclama que los países sean socialmente equilibrados y las diferencias sexuales, raciales, sociales y culturales no justifiquen marginaciones, ataques, demonizaciones y creencias en supremacismos falaces.
En las redes de Elon Musk, el trumpismo global multiplicó los linchamientos contra quienes exhiben miradas críticas a los líderes ultraconservadores. El “enemigo interno” incluye al periodismo de análisis. Incapaces de entender que los analistas políticos hacen crítica política, los marcan como “zurdos” y les descargan una violencia retórica que incluye vulgaridades, groserías y descalificaciones humillantes.
Son fuerzas de choque que hacen en las redes lo que una turba violentísima hizo en el Capitolio el trágico 6 de enero del 2021.
* El autor es politólogo y periodista.