En el álbum de los ataques a la democracia norteamericana, las imágenes del asalto al Capitolio se sumaron a las del asesinato de John Kennedy en Dallas y los aviones que se hundieron como dagas en las torres gemelas de Manhattan y en el Pentágono.
El 11-S fue un golpe contra la democracia porque el objetivo de Al Qaeda era que la sociedad abierta, de la diversidad y los derechos, libertades y garantías públicas e individuales, se cerrarse y pusiera la seguridad nacional por sobre el Estado de Derecho, metas que fueron alcanzadas a través de muchas medidas que adoptó George W. Bush.
Por cierto, aunque sin imágenes impactantes, también estarán en ese álbum los magnicidios de los presidentes William McKinley, James Garfield y Abraham Lincoln.
La diferencia entre aquellas postales y las que dejó el 6 de enero del 2021, es que el responsable del último ataque a la democracia fue nada menos que el entonces presidente de los Estados Unidos.
Hubo ataques anteriores contra el Capitolio, pero ninguno había sido instigado por un presidente que buscaba destruir la institucionalidad que está en la esencia de los Estados Unidos. La historia demuestra que la esencia de ese país no está en la raza anglosajona, ni en la religión de los cuáqueros y puritanos que desembarcaron del My Flower, sino en el sistema político que acordaron las trece colonias cuando se unieron para independizarse de la corona inglesa. Aunque naciera plagado de imperfecciones y defectos que llevó siglos y sangre corregir, en ese sistema está el rasgo principal del Estado norteamericano. Y el edificio del Congreso en el que están representados todos los ciudadanos y los Estados que componen la Unión, es el máximo símbolo arquitectónico de esa esencia.
Los ataques anteriores contra el Capitolio tuvieron que ver con conflictos externos, no con la política interna. El incendio que le provocaron al edificio recién construido las tropas británicas comandadas por Sir Cockburn en 1814, se dio en el marco de la guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña y fue una respuesta al ataque norteamericano contra York, la capital de la provincia del Imperio Británico de Alto Canadá.
Al atentado explosivo que destruyó parte de la sala de recepción del Senado en 1915, lo perpetró un docente de Harvard de origen alemán como represalia a la ayuda financiera norteamericana al Reino Unidos en la Primera Guerra Mundial. Al tercer ataque los realizaron cuatro nacionalistas puertorriqueños que, en 1954, irrumpieron disparando armas de fuego pero sin apuntar ni herir a nadie, para reclamar la independencia de la isla caribeña.
Finalmente, en 1983, un grupo auto-identificado como Unidad de Resistencia Armada hizo detonar una bomba que dañó el edificio sin causar víctimas, en represalia por la invasión norteamericana a Grenada y por la presencia militar en el Líbano.
En cambio, el ataque del 6 de enero, perpetrado a través de una multitudinaria turba, lo que buscaba era impedir que el Congreso certificara los votos que dieron el triunfo a Joe Biden, o sea destruir un proceso electoral. Y la responsabilidad de Trump está a la vista.
Desde que las encuestas comenzaron a vaticinar su derrota, Trump empezó a decir que habría fraude, o sea, a anunciar que desconocería el resultado si él perdía. Y al conocerse el escrutinio, movió cielo y tierra para revertir con presión política lo que habían decidido los ciudadanos con su voto.
El mundo enteró escuchó la grabación del llamado telefónico en el que presionó de manera clara y evidente al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, para que encontrara a como sea los 11.779 votos que le faltaban para ganar ese Estado. O sea, presionó para que cometiera un fraude a un funcionario que, por ser trumpista, había realizado dos recuentos sobre el conteo inicial, sin encontrar nada que no fuese una victoria de Biden.
A la vista de todos, Donald Trump intentó de mil maneras destruir la elección que había perdido. Y el 6 de enero anunció lo que estaba en marcha, demostrando que estaba informado al respecto. También instó a que las turbas avanzaran hacia el Congreso. Luego se encerró a mirar el ataque por televisión hasta que, ya con cinco muertos, centenares de heridos y decenas de funcionarios propios gritándole que saliera a detener esa tragedia, apareció pidiendo que cesara la acción, aunque elogiando a los violentos cabecillas del asalto.
No hace falta investigar lo que siempre estuvo a la vista. También estuvo y sigue estando a la vista la complicidad del Partido Republicano, que abjurando de su propia historia y auto-degradándose, aceptó un líder que procura gobernar como autócrata.