Con el fallecimiento de Teresa Ana Galli desaparece una tenaz animadora de la cultura mendocina que se expresó en la promoción musical, las artes plásticas y la literatura. Formó parte de una élite que en la segunda mitad del siglo pasado entendía que el progreso no era tal si no incluía el despliegue de las artes y la constante ampliación de su público mediante una convocatoria cada vez más atractiva.
Desde el negocio familiar, la recordada Casa Galli, se ofreció la música en variados soportes e instrumentos, desde partituras hasta sofisticados equipos de audio, que iban acompañados de buenos consejos sobre qué escuchar y estímulo a buscar siempre algo más. Por allí pasaban los melómanos locales y destacados visitantes dado que los grandes sellos editores le tenían especial consideración para sus promociones.
El punto culminante de esa proyección fue la creación del Auditorio Galli en los setenta, en el nuevo local de la avenida San Martín, que Teresita dirigió con celo y generosidad, abriendo esa elegante sala a intérpretes que hicieron del lugar un punto de referencia artística ineludible.
Se había formado en Letras en la Universidad Nacional de Cuyo y era una lectora atenta, de mirada abierta, que conocía personalmente a numerosos autores y escribía con precisión y estilo, virtud que se proyectó incluso fuera del ámbito familiar y sus amistades. Se ocupó asimismo de la difusión del nutrido fondo de acuarelas del artista plástico afincado en Mendoza, Alejandro Chiapasco, que recrean el paisaje del desierto y sus oasis cultivados.
Amante de la montaña, organizaba paseos, ascensiones y caminatas conjuntamente con el profesor de griego y recordado andinista Vicente Cicchitti, integrante de la segunda expedición argentina al Himalaya (Dhaulagiri). El periodista Ignacio Zuleta recuerda con nostalgia esos grupos de montañeses aficionados y entusiastas: “tuvimos una vida allí”, dice. Actividades que no se limitaban a la provincia de Mendoza, puesto que visitaban otras regiones, como el norte neuquino, presidido por el volcán Domuyo.
Con su hermana Cristina y quien esto escribe participamos de una de esas cabalgatas, cruzando la Cordillera del Viento desde Tricao Malal hasta las lagunas de Epulafquen, pasando por la localidad de Las Ovejas donde conocimos a monseñor De Nevares. Fue en la fiesta del Día de la Virgen y, tratándose de quienes organizaban, no había en ello casualidad alguna. Una travesía mágica en la que además del paisaje y la aventura se disfrutaban fogones de alta cultura donde el profesor exponía su delicioso magisterio recurriendo a etimologías latinas, griegas y sánscritas. Nos sentábamos alrededor del fuego viajeros y baqueanos: don Ropágito de las Mercedes Olate y su hijo Rogelio.
La evocación de su andinismo entrañable no estaría completa si se omitiese su interés por el esquí, en las épocas en que los medios de elevación escaseaban y había que pisar las pistas para poder deslizarse en Vallecitos, en Penitentes y, oh maravilla, en Portillo. Cuando Tito Lowenstein construyó Las Leñas, estuvo entre sus primeros habitués.
Teresita vivía y expresaba cabalmente la inserción italiana en la Argentina, con la pasión propia de aquellos peninsulares que venían a construirse un porvenir en el país de acogida generosa. Mantuvo sus lazos familiares en la Toscana, con ramificaciones en Roma y Turín y muy fluidos con la colectividad en Mendoza. Ejerció también la docencia, por lo que solía encontrarse con antiguos alumnos que la recordaban y agradecían los conocimientos de ella recibidos. Los inducía a leer, base de la libertad de espíritu.
Para su familia cercana la Tere será siempre recordada como hermana y tía queridísima.
* El autor es politólogo y periodista. Integra la Fundación Frondizi.