Hola, argentinas y argentinos, soy el populismo, tan vapuleado en los últimos tiempos por quienes abusan de mí para sacar rédito electoral. Tengo conciencia de que me han hecho mala fama, particularmente algunos medios y partidos políticos, que se han ensañado conmigo.
Me responsabilizan de todo lo malo que pasa en la economía argentina, sin saber en realidad quién soy, y cuáles son mis principales postulados; incluso me hacen cargo de la inconducta de aquellos que, amparándose en mi nombre, potenciaron a niveles alarmantes los niveles de corrupción y alteraron la paz y la tranquilidad de las familias argentinas.
Demonizado
Lo que estoy sufriendo en la actualidad no es nuevo en la política; ya fue soportado por mi antípoda, el liberalismo económico, al cual acusaron los mismos sectores en la década de 1990 de ser un demonio.
En boca de uno de sus principales mentores, Ludwig von Mises, el liberalismo cuestiona los efectos de la prédica socialista sobre la economía y el funcionamiento de la sociedad, el carácter contraproducente y acumulativo de las intervenciones estatales, valorando el rol del mercado, la división de trabajo y la propiedad privada como motores de la prosperidad y el progreso humano.
Esta, mi presentación ante ustedes, no apunta a polemizar ni medir fuerzas con el liberalismo; quedará para otro momento. Pero desafío a los que me cuestionan a que demuestren empíricamente esos supuestos “beneficios” del liberalismo en los países más pobres.
Es fácil demostrar que en Argentina el liberalismo y la democracia no son términos que hayan coincidido en el tiempo; analizando nuestra historia, la sensación es que, en países como el nuestro, sólo fue posible aplicar esas recetas en períodos de gobiernos que cercenaron derechos individuales y colectivos.
Basta recordar a algunos ministros de Economía de gobiernos golpistas militares que, formados en ese credo en el exterior, aplicaron teorías liberales que nos llevaron a una desigualdad irritante. Esa integración que tanto pregonan entre liberalismo y democracia, nunca fue posible en Latinoamérica. Al menos hasta ahora.
El significado de las palabras
Quiero recordarle que en la Argentina de comienzos de finales del siglo XIX y comienzo del 20 se hablaba de la necesidad de un liberalismo oligárquico, que respetara las formas de las democracias liberales, pero impidiera las aspiraciones de las masas, que estaban excluidas de las grandes decisiones.
Por esa razón, para cuestionarme, dejan a un lado el contexto histórico en que me tocó nacer, los años 1940 y 1950 del siglo pasado. Y como era necesario darle a mi vida una forma política, aparecen movimientos que me representaban –como el peronismo en Argentina y el varguismo en Brasil– que, aunque les pese, permitieron satisfacer en parte las aspiraciones de los sectores sociales más postergados.
El significado de las palabras es un problema serio para los argentinos; las usan por mera repetición sin saber lo que en realidad significan y las razones de su existencia.
Además, en lo que a mí se refiere, al sacarme de contexto, intentan analizarme hoy, como si mi razón de ser tuviera que ver con la situación que presenta el siglo 21; es una picardía más para afectar mi reputación.
Un mundo más justo
Mis detractores me relacionan con gobiernos asistencialistas y demagógicos, que gastan más de lo que les ingresa, que emiten dinero para favorecer la vagancia y el facilismo, que transgreden la institucionalidad y la ley amparados en la supuesta “legitimidad” que otorga el apoyo del “pueblo”.
No tengo nada que ver con ellos; mi único objetivo sigue siendo satisfacer las demandas sociales postergadas y buscar un mundo más justo.
El extinto filósofo argentino posmarxista Ernesto Laclau, en su libro La razón populista, intentó reivindicar mi nombre. Con una provocativa exposición sobre las razones de mi existencia, hizo lo posible para rescatarme del lugar marginal e injusto en el que, por presiones externas, me ubicaron las ciencias sociales; pidió repensarme, no como una forma degradada de la democracia, sino como una fórmula que permite ampliar las bases democráticas de la sociedad.
Señala que cuando “las masas populares, que habían estado excluidas, se incorporan a la arena política, aparecen formas de liderazgo que no son ortodoxas desde el punto de vista liberal democrático, como el populismo. Pero el populismo, lejos de ser un obstáculo, garantiza la democracia, evitando que esta se convierta en mera administración” del statu quo y los privilegios.
Reconozco que su mirada provoca polémica por la preocupante situación económica y social que vive Argentina, pero al menos abre el debate sobre el uso de mi nombre, lo que me satisface. Al fin podré poner blanco sobre negro, y después cada uno estará en su derecho de creer o no las razones y las necesidades de mi nacimiento.
Aprovecho para reivindicar a una mente brillante como la de Laclau, a quien descalifican sin piedad; claro, el hombre, fallecido en 2014, ya no puede defenderse.
Capitalismo progresista
Otro de los que salió en mi defensa, y se lo agradezco, fue el premio nobel de Economía Joseph Stiglitz, quien me retituló como “capitalismo progresista”; él observaba que, si bien los niveles de actividad económica eran muy altos en Estados Unidos, es allí donde reina el mayor nivel de desigualdad del mundo desarrollado.
Además, cuando el país del norte salió en salvaguarda de los deudores en la crisis hipotecaria de 2008, puso en marcha una fórmula populista, que por supuesto avalo. Esta mirada heterodoxa de la economía que sugería Stiglitz fue adoptada por otros países, como España, Italia y Francia, que también se vieron obligados a tomar medidas de esta naturaleza para sobrevivir a la protesta y la presión de los sectores más vulnerables de la sociedad.
Quien me representa por estos lares es el peronismo, que permitió la participación de las masas en la vida política y el voto de las mujeres, que eran consideradas ciudadanas de segunda para las elites gobernantes.
Es cierto que la gestión económica del peronismo no fue de las mejores; también es verdad que el General podría haber respetado los disensos y la democracia, pero, como diría Laclau, “fue lo que históricamente resultó posible (...) y cualquier elaboración de una política más progresista tiene que partir de ese punto histórico, porque el cauce histórico que abrió el 45 es un dato absolutamente primordial y definitivamente positivo de la historia argentina”.
En definitiva, nací para combatir el régimen oligárquico que se basaba en el fraude y la exclusión, del que, lamentablemente, aún quedan resabios difíciles de remover. Lo que hicieron de mis principios liminares con el paso del tiempo ya no es algo que me pertenezca, y por esa razón, no me hago responsable; sí reivindico y valoro mi origen.