El pasado viernes 7 de julio se publicó en este diario una muy completa nota en la cual se informaba acerca de los lineamientos que han sido presentados desde la Secretaría Académica de la Universidad Nacional de Cuyo, con la finalidad de hacer “que la formación que damos en la universidad llegue en tiempo, en forma y con calidad, pero a más cantidad de personas” (palabras textuales del propio Secretario Académico Julio Aguirre). Para ello se ha diseñado una serie de medidas organizadas bajo tres ejes: adecuación curricular, innovación educativa y articulación con el nivel medio.
De todos ellos, quisiera reparar en el primero dentro del cual se encierra el llamado Programa de sinceramiento: una iniciativa que tiene como finalidad –palabras más, palabras menos– realizar modificaciones en el diseño curricular universitario para adaptarla a los tiempos reales que tiene el alumno de hoy. Según indica el Secretario: “tenemos carreras muy extensas muy demandantes en tiempo y que muchas veces están diseñadas pensando en un estudiante abstracto que no es el real”. Lo que se propone, según se deduce de las declaraciones, es rediseñar las mismas con el fin de que se disminuya la dedicación horaria exigida a los estudiantes porque “si no tenés 40 horas semanales para estudiar, te quedas afuera (sic)”.
Desde ya que no se intenta poner en tela de juicio la intención compasiva que esconde la propuesta. Con todo, cabe preguntarse si la misma es realmente compatible con la naturaleza y misión primordial de una universidad. Aunque este último punto encierra su polémica, resulta evidente que la misma debe ser algo más que una institución que emita certificaciones profesionales. Ya en 1956, en un texto de recomendable lectura (“La universidad y sus misiones”, Comentario, octubre-noviembre de 1956, N° 13, año IV, Buenos Aires), Risieri Frondizi destacaba una cuádruple función de la universidad consistente en a) la conservación del saber, b) la investigación, c) la formación profesional, y d) la mejora social. Ello con la particularidad de que las dos funciones ulteriores sólo podrían ser plenamente cumplidas en tanto se atienda con especialísimo cuidado a las primeras. En otras palabras, la universidad será la institución que forme profesionales por antonomasia en la medida en que sea capaz de transmitirles la suma del saber acumulado y las habilidades para convertirse en investigadores. Pero esa tarea es algo que implica, además de ciertas condiciones naturales (según el dicho, aquellas cosas que “Salamanca no presta”), una dedicación importante en términos de esfuerzo y tiempo por parte de los estudiantes; dedicación que, en muchos casos, resulta incompatible con el cumplimiento de las obligaciones relativas al mundo del trabajo. En otras palabras, la vida universitaria exige que una gran dosis de tiempo de ocio (del cual se debe disponer) sea consagrada al saber (para el cual se debe ser capaz).
Por lo dicho, resulta inadmisible, en tanto corruptor de su naturaleza, que la universidad ajuste todo su quehacer y sus trayectorias formativas en vistas a ofrecer una mera capacitación profesional aligerada que sólo apunte a cumplir con el objetivo ultra utilitarista de capacitar a multitudes de alumnos para el trabajo. Nada quita que una universidad pueda ampliar su oferta en el campo de la formación técnica cobijando institutos terciarios en donde la única preocupación del alumno sea la obtención de algún tipo de diploma que le permita ingresar rápidamente al ámbito laboral. Pero no resulta apropiado que se les otorgue a tales titulaciones adaptadas el grado universitario (licenciatura), el cual debería quedar reservado sólo para aquellos que demuestren el compromiso y la capacidad requeridos para formarse como personas sumamente cultas y como investigadores competentes en cada área.
Cualquier cosa por debajo de esto difícilmente podría considerarse como una universidad “sincera”.
* El autor es profesor de la Universidad Adolfo Ibánez (Chile).