Un dramaturgo es un autor de obras teatrales, de tono dramático, serio. Me referiré a Bertolt Brecht, alemán, nacido en 1898 y fallecido el 14 de agosto de 1956.
Brecht defendió toda su vida una teoría en la que creyó fervientemente. Él decía, si no lo interpreto mal, que una obra de arte, una película, una obra de teatro, una música, una pintura, puede ser comprendida por cualquier persona, independientemente de su condición social o estudios realizados. Y que la obra aparentemente más difícil o compleja puede llegar a entenderse, si quien la creó -el autor- da algunos elementos, como si fueran hilos a los que pueden aferrarse quienes la leen, oyen o ven.
Porque se puede hablar de fútbol o de tango y ser oscuro, difícil, aburrido. Y puede aludirse a la pintura o literatura y aun para aquel que no la entiende, si quien la explica es claro, puede resultar ameno. Comparto totalmente esta opinión de Brecht.
Este escritor escribió numerosas obras famosas que fueron llevadas incluso al cine y al teatro. Muchas de ellas se representaron en casi todos los países incluso en el nuestro.
¿Títulos?: “Madre Coraje”, “La Opera de dos Centavos”, o “El Círculo de Tiza Caucasiano”, que se dio en Buenos Aires en el Teatro San Martín.
Corría el año 1918. Bertolt Brecht, con sus 20 años, estaba cursando estudios de Medicina.
Casi finalizaba la Primera Guerra Mundial. Lo llaman del ejercito alemán y lo envían a hospitales cercanos al frente. Su contacto de pocas semanas con soldados que regresan de la batalla, lo sobrecoge. Sólo encuentra dolor, hombres jóvenes mutilados, otros mentalmente destrozados. Pocos meses permanece en esa tarea, porque la guerra ya termina. Pero en toda su obra posterior está reflejada esta breve pero terrible experiencia.
Por ello su férrea oposición a todo conflicto bélico. Entendió que un campo de batalla es un cementerio con muchos hombres que aun viven, que en las guerras sólo se mata y se muere, aunque algunos hablen de triunfo. Agregaría un aforismos que escribí hace tiempo: “Muchos cantan cuando van a la guerra. Pero ninguno cuando regresa.”
Año 1933. Llega el nazismo a Alemania. Bertolt Brecht es alemán, es cristiano, no es siquiera un político. Ha obtenido en su país el primer premio nacional de teatro. Pero no soporta la violencia, ni el racismo, la imposibilidad de expresar su desacuerdo por algunas medidas, tampoco la injusticia. Y entonces perturba al gobierno alemán. Molestan su dignidad, su valentía su sinceridad. Es decir, molestan sus virtudes y no sus carencias, que como hombre las tendrá.
Sólo su prestigio internacional le salva la vida. Pero no sus bienes, que son confiscados por supuestas infracciones impositivas. Una excusa.
Decide irse del país. “No se puede respirar el aire enrarecido”, declara al llegar a Praga, Checoeslovaquia.
Sus libros, que sólo hablan de amor, de comprensión, de tolerancia, son quemados en una plaza pública de Berlín. Pero sigue escribiendo.
Llega 1941. Tiene 43 años. Está en pleno desarrollo la Segunda Guerra Mundial. Se radica en EE.UU., en Hollywood. Allí conoce a Carlitos Chaplín, que noble y generoso lo va a visitar al muy humilde hotel en que Bertolt Brecht se aloja provisoriamente.
No se han visto nunca personalmente. Bertolt Brecht es un escritor famoso, pero económicamente muy modesto. Sus continuas mudanzas en Europa, lo han empobrecido. Chaplin es también famoso, pero inversamente a Brecht, es dueño de una gran fortuna. Está en su apogeo. Cobra millones de dólares por película.
Carlitos, sensible y generoso, le ofrece una suma astronómica por un contrato como guionista de una película.
Lo que desea es ayudarlo sin humillar la dignidad de Bertolt Brecht. Es la nobleza de Chaplin disimulada bajo un contrato. Y quien disimula su caridad es doblemente generoso.
Terminada la guerra, Bertolt Brecht vuelve a Alemania donde un 14 de agosto de 1956, un infarto de miocardio, acalla definitivamente a esta gloria del teatro universal que entendió que el hombre más simple puede, no sólo comprender lo aparentemente difícil, sino también enseñar algo al hombre más sabio.
Y recordando el encuentro de Bertolt Brecht con Chaplin y su acercamiento espiritual inmediato, va un aforismo incluido en las páginas del l. “O.”
“La verdadera hermandad no requiere lazos de sangre”.