Senado unipersonal y monárquico

Cristina Fernández ha convertido al Senado Nacional en un poder unipersonal, con rasgos de una monarquía con funciones legislativas, judiciales y ejecutivas.

Senado unipersonal y monárquico
Cristina Fernández ha convertido al Senado Nacional en un poder unipersonal, con rasgos de una monarquía con funciones legislativas, judiciales y ejecutivas.

La expresidenta y actual vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, ha logrado en el escaso tiempo de 10 meses convertir al Senado de la Nación en un poder unipersonal. Desde allí pretende co-conducir al Poder Ejecutivo de un gobierno donde Cristina Fernández es el poder real y Alberto Fernández a duras penas el poder formal. Busca convertir, además, al Poder Judicial en quien convalide las decisiones tomadas por el Senado, que ha devenido la cabeza de una nueva monarquía que sume a sus funciones legislativas, las judiciales.

Sólo dentro de ese nuevo esquema institucional (todavía aplicado de hecho, no de derecho) donde los tres poderes se fusionan en uno solo, es posible interpretar el conflicto de poderes en ciernes que se está generando por el tema en apariencia menor del traslado de tres jueces de un juzgado a otro.

Esto es apenas un ensayo experimental para saber hasta donde se puede forzar la cuerda en pos de cambiar la Constitución nacional por otra que exprese el modelo de país que está en la cabeza de quien ha decidido librar dos batallas en una: la personal para desligarse de todas las causas que la acusan de corrupción y la institucional para asegurarse de una vez y para siempre la impunidad como derivado de una ideología que la defiende conceptualmente, la impunidad como un privilegio del poder político donde confundir lo público con lo privado, es parte del “proyecto”.

En un sistema republicano como lo es aún el nuestro, la Corte es la cabeza de uno de los tres poderes políticos, o sea el Judicial también es un poder político pero como garantía última de la defensa de los derechos individuales. Para ello, sus miembros no son elegidos por el voto como en los otros dos poderes, sino por antecedentes profesionales y éticos.

Lo que la Corte estableció esta semana con su per saltum es algo importante pero bajo ningún punto definitivo para deducir cómo fallará en la cuestión de fondo. Ha ordenado que es ella, la Corte, quien determinará si está bien o mal el traslado de los jueces a su juzgado de origen. Si está bien coincidirá con la decisión del Senado, pero por decisión de la Corte no del Senado Si está mal retendrá a los jueces en su cargo actual en contra de la decisión del Senado. Pero en un caso u otro, los jueces supremos acaban de decirle a Cristina que es la Corte quien ejerce el control de constitucionalidad de las leyes y no el Senado como lo intentó ella.

El presidente de la Corte, Carlos Rosenkrantz, avanzó más porque al sostener en sus fundamentos la inamovilidad judicial y la irretroactividad, es muy difícil pensar que no crea que los tres jueces deben mantenerse donde están. Pero los otros cuatro jueces no dijeron nada que los comprometa, sólo que aceptan el per saltum.

De atenernos a la historia reciente, el país está protagonizando un debate menor dentro de uno mayor: el de una reforma judicial que -como la del 2013- pretende ir marchando de un sistema judicial republicano a otro populista. Esta gente no cree en la independencia judicial, cree que la única forma en que se puede gobernar para que no haya conflicto de poderes es que la Corte coincida con el proyecto político de gobierno.... y todos los demás jueces que sea posible. Por eso en 2013 Cristina sostenía que los miembros del Consejo de la Magistratura deben ser elegidos por voto popular en una boleta incorporada a la de cada partido. Así, el partido que gane tendrá sus militantes en la justicia, en los que eligen y destituyen jueces, a partir de un concepto filosófico distinto al republicano: la polítización partidaria de la justicia.

Por eso la Corte falló contra de la constitucionalidad del proyecto de reforma judicial en 2013, porque era filosóficamente contrario a la República que establece nuestra Constitución

Ahora, en medio de la pandemia, con absoluta irresponsabilidad, Cristina organizó una clara confrontación de un poder contra otro, del Senado y del gobierno en general contra la Corte, amenazando con hacer tronar el escarmiento si no fallaban como ella quería. O sea, una situación de gravedad institucional, una insurrección contra la Justicia en aquello que le compete decidir a la Justicia.

Puede que la Corte haya admitido el per saltum por una necesidad corporativa: la de decirle a Cristina y a la política en general que el instituto excepcional del per saltum lo aplicarán siempre que desde otros poderes quieran subordinar al Poder Judicial.

Hoy se habla del peligro del gobierno de los jueces, porque todos los grandes temas que debería resolver la política, la parte perjudicada se los manda a la justicia: ya sea la reforma judicial o la coparticipación federal. Eso ocurre en todo el mundo, y está mal. Pero hoy en la Argentina, además de la judicialización de los temas estrictamente políticos, hay un debate más profundo: el de que existe un sector del gobierno que piensa la ley con otra lógica constitucional. Una lógica ideológicamente antiliberal donde se interpreta que el poder es uno solo y que por lo tanto la división de poderes debe subordinarse al proyecto político del partido en el poder. Una lógica constitucional donde, por ende, se considera al poder judicial como el instrumento jurídico del poder politico. Una lógica constitucional donde el pluralismo es reemplazado por la hegemonía (manda enteramente el que tiene la mayoría electoral: ganar da derecho a todo, o casi todo). Una lógica constitucional con reelección indefinida de los gobernantes ya que a la misma se la cree un derecho humano que está por encima de las leyes que limitan el abuso del poder, una lógica constitucional donde los miembros de la Justicia tienen que ser electos partidariamente y la prensa debe ser controlada estatalmente.

Todas estas claúsulas, una autocracia las aplica de facto, sin explicitarlas jurídicamente, pero el populismo democrático las quiere escribir en el derecho, constitucionalizarlas, porque no se considera una autocracia sino un proyecto revolucionario que debe reemplazar al derecho “burgués” por el popular. Donde esos cambios constitucionales son evaluados como imprescindibles para combatir al verdadero poder, que no está en el gobierno “popular” sino en la prensa concentrada, la justicia del lawfare, el empresariado no adherido al proyecto y la oposición contrarevolucionaria. Por eso, para lidiar contra el poder en la sombra se necesita una justicia revolucionaria, que se pueda aplicar sin el obstáculo de las formalidades burguesas que detrás de su presunta objetividad siempre están del lado de los más poderosos.

En fin, más allá de su defenda corporativa, algo de eso intuyó la Corte en 2013 al declarar inconstitucional la reforma judicial propuesta por Cristina. Ahora, como no pudieron volver a intentarla de un solo golpe tal cual lo intentaron fallidamente en ese entonces, los cristinistas lo están probando de a poco, con traslado de jueces, con reformas judiciales parciales, etc., pero el objetivo - como ellos mismos lo enunciaron- es llegar a una reforma constitucional integral que cambie la actual Constitución por otra con otra filosofía.

Frente a ello, la Corte se enfrenta a la misma decisión de 2013: no está ante una mera interpretación judicial donde hay bibliotecas para ambos lados, sino ante quienes intentan un cambio total de sistema constitucional. Esta semana, la Corte salvó su autoridad, ahora habrá que ver si también le interesa -en lo que a ella le compete- salvar a la República. O si se conforma con quedarse en la ambigüedad del no te metás.

La Corte, y la Justicia en general, lo que no debe meterse es en política partidaria, por eso es absolutamente negativo que todo aquello que pertenece al ámbito de la política se judicialice. Pero cuando la política se mete con lo que le corresponde a la Justicia, si la Corte no interviene, no es que está renunciando a hacer política, está renunciando a su deber como poder autónomo del Estado, algo que mientras vivamos en una República liberal, debe seguir existiendo.

Todo lo que intenta Cristina ya lo probó en Santa Cruz con bastante éxito creando un régimen político feudal. Ahora se quiere hacer lo mismo en la Nación pero cambiando al feudo por una monarquía cubierta bajo el disfraz de una ideología progresista para solaz de los incautos que creen que se está haciendo una revolución en vez de una santacruzinación. Pero hasta ahora las instituciones, con sus bemoles, vienen mostrándose lo suficientemente sólidas para resistir.

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