Los debates sobre la educación pública, sus desafíos eternos y los dilemas expuestos antes y después de la pandemia, involucran a la mayoría de las jurisdicciones y niveles de enseñanza. Una y otra vez las estadísticas oficiales e investigaciones realizadas por especialistas ponen de relieve el deterioro de aprendizajes significativos de niños y niñas en edad escolar impactando de lleno en la profundización de la brecha social y cultural entre provincias y al interior de ellas. Un análisis de las pruebas APRENDER 2016-2021, realizado por Ganimian, Pissinis y Antonini, arrojan resultados desalentadores en tanto exhiben que un porcentaje alarmante de estudiantes de primaria y secundaria no alcanzan niveles mínimos de aprendizaje en cada área y en cada provincia. Asimismo, información aportada por investigadoras del CIIPME-CONICET son elocuentes y preocupantes en tanto demuestran que chicos y chicas de 10 años que habitan localidades de Salta, y barriadas pobres del gran Buenos Aires necesitan asistencia para escribir su nombre, es decir, no han podido desarrollar destrezas o abstracciones de lenguaje básicas para identificarse a si mismos. Pocas dudas caben de que se trata de un panorama desolador. Más aún porque se trata de una deuda social y cultural del país que supo construir un sistema educativo público e inclusivo distintivo en el concierto de naciones latinoamericanas.
Como no podía ser de otro modo, el tema nos conduce a Sarmiento: el principal impulsor de la educación común que vigorizó un ciclo de crecimiento económico, social y cultural sin precedentes en la Argentina de los siglos XIX y XX. La escuela para Sarmiento no solo constituía el nervio trasmisor de saberes y técnicas puestas al servicio de la producción agrícola, ganadera, minera e industrial de la nación; la escuela para el vehemente y genial sanjuanino era “escuela de democracia” por lo que urgía hacer de “toda la República una escuela”. Así lo expresó en 1868 al presentar el programa de gobierno que impulsaría durante su mandato presidencial de la mano de su ministro, el Dr. Nicolás Avellaneda. Un plan que había acunado mediante lecturas diversas, debates periodísticos, el ejercicio de funciones públicas y la observación del sistema educativo norteamericano el cual le había permitido valorar la importancia de la formación de maestros, la modernización de los métodos de enseñanza, la creación de bibliotecas populares y la participación de la comunidad mediante la formación de consejos escolares electivos. Ese programa se tradujo en la fundación de 800 establecimiento educativos urbanos y rurales del país federal, y en el aumento de la población escolar que pasó de 30.000 a 100.000 estudiantes entre 1868 y 1874. La política educativa sarmientina descansó en la ley de educación común de 1872 que estableció presupuestos escolares, becas para la formación de maestros e instituyó la enseñanza obligatoria, gratuita y gradual constituyéndose en anticipo de la famosa ley 1420 de 1884 que incluyó el principio laico como rasgo capital de la nueva sociedad y la nueva cultura autónomas de la esfera religiosa o eclesiástica. Los resultados de esos focos civilizatorios dispersos y multiplicados durante su gestión gubernamental e instalada como política del estado nacional y de los provinciales, junto a iniciativas de colectividades de inmigrantes e instituciones religiosas, se hicieron patentes en la reducción progresiva del analfabetismo que pasó del 77,4% en 1869, al 53,3% en 1895 y al 35,9% en 1914.
La apuesta sarmientina por el conocimiento no terminó allí, sino que la inversión estatal se tradujo en la fundación de colegios nacionales y escuelas normales en las provincias, la nacionalización de universidades, el fomento de las ciencias naturales y exactas, la creación de museos, el Zoológico de Buenos Aires y el Observatorio astronómico que se instaló en Córdoba. La innovación tecnológica también vigorizó la agenda gubernamental en materia de comunicaciones que incluyeron la expansión de vías férreas y del telégrafo, convertido en herramienta crucial para la toma de decisiones políticas, la transmisión de noticias, la ampliación del horizonte de información y su impacto correlativo en la formación de la opinión pública.
Con esa batería de innovaciones, Sarmiento hacía expresa la voluntad de transformar el país en el que había nacido al año siguiente de la Revolución de Mayo. Un país extenso, poco poblado, lacerado por la violencia política y gobernado por “caudillos” y Legislaturas adictas que poco o nada habían contribuido a sepultar la “barbarie” y transitar el camino de la “civilización”, la felicidad o el bienestar de sus habitantes o ciudadanos. Civilización o barbarie, dos categorías acuñadas por los filósofos de la Ilustración que había hecho suyas mediante su voraz vocación lectora y le habían permitido interpretar más de un enigma argentino. Así lo había ensayado en el texto que lo consagró como el escritor más influyente del siglo XIX latinoamericano: lo había dado a conocer en Chile en 1845 bajo el formato de folletín después de haber polemizado con Andrés Bello, el intelectual que encabezaba la pirámide académica chilena. En aquella oportunidad, había defendido el papel del lenguaje y de la literatura como modeladoras de la nueva sociedad que, como la política, debía ensayarse en “ejercicios populares” con el propósito de vincular el idioma (no la gramática) con las necesidades sociales.
Tales inquietudes operaron eficazmente al momento de emprender un ejercicio narrativo que ya no podía eludir la contextualización del lenguaje. Develar el enigma del drama argentino a través de la evocación de la “sombra de Facundo” se convertía en herramienta de combate político contra Rosas y su sistema con el que pretendía sumarse a la ejecución de un “sistema literario” al que había aludido Alberdi en 1838. La biografía de Facundo – el género que ya había utilizado para retratar al fraile Aldao- le permitía visualizar una trayectoria pública y privada jalonada por destrezas personales, peripecias y azares guerreros y adhesiones populares interrumpidas trágicamente en 1835. A diez años de su muerte, era posible recuperar trazos de esa emergencia de los pliegues provincianos de su memoria y tamizarlos con las voces populares difundidas por tradición oral entre los pobladores de las campañas del centro oeste andino. Pero esa “reacomodación” del sujeto de su relato suponía un cambio de escala. Facundo solo emergía como hombre representativo de una geografía parcial del país. Rosas en cambio suponía la admisión del carácter nacional del enigma político que dividía la República. En esa geografía que seguía la huella de las catorce ciudades fundadas por los españoles separadas por extensas y vulnerables travesías, la pampa -esa “imagen del mar en la tierra” a la que había aludido el inglés Head- era el ámbito que daba lugar a la vida del campesino argentino: el gaucho, ese individuo sin necesidades materiales, libre de sujeciones, sin ideas de gobierno cuya única experiencia de sociabilidad era la pulpería. El origen de ese sistema de asociación no era azaroso: la revolución había dado cabida a una guerra que había enfrentado primero a las ciudades entre sí, y que luego había enfrentado a las campañas contra las ciudades. Rosas representaba entonces el último eslabón de una genealogía iniciada con Artigas en la Banda Oriental que había sumergido a la nación en dos mundos de convivencia imposible: el de la civilización y la barbarie.
Ante una nueva conmemoración del fallecimiento del “gran Sarmiento”, como es evocado en el himno que suele encabezar los actos escolares desde 1938, resulta estéril o anacrónico extrapolar la Argentina que vivió y ayudó a transformar. Pero ese límite no debería hacer olvidar la vigencia del mandato trunco del célebre sanjuanino en el maltrecho país que vivimos.
* La autora es historiadora. INCIHUSA-CONICET. UNCuyo.