Restos humanos: entre la desmemoria y la memoria parcial

Somos un país dividido, agrietado y desmemoriado. No estamos en paz. Oscilamos entre el deseo de liberarnos de la fuerza centrípeta que nos deposita en las vísceras del pasado y las ansias por centrifugar pronto las heridas viejas que nos constituyen como Nación.

Restos humanos: entre la desmemoria y la memoria parcial
Olvido

La paz es un invento. Una utopía cómoda. Un intervalo entre batallas que se libran con la intención de obtenerla como trofeo, pero sólo por un rato, hasta que sea tiempo de empuñar las armas otra vez bajo el pretexto de defenderla.

A quienes la alquilan, la venden o permutan como promesa de felicidad futura, no les interesa la paz. Mucho menos la unión o la concordancia, que son los estadios fundamentales para que la paz suceda.

Somos un país dividido, agrietado y desmemoriado. No estamos en paz.

Oscilamos entre el deseo de liberarnos de la fuerza centrípeta que nos deposita en las vísceras del pasado y las ansias por centrifugar pronto las heridas viejas que nos constituyen como Nación.

Creemos que, si sostenemos el estandarte del olvido en alto, haciéndolo flamear lejos de las trincheras de la congoja y los recuerdos, nos estableceremos más rápido en el terreno del sosiego, aunque se trate de una calma transitoria y no de paz.

Pensamos que el alivio sobrevendrá si nos eyectamos de manera inmediata hacia el futuro sin rastros de sangre ni culpa.

Mucho menos de perdón.

“Casualties” se les dice en inglés a los que pierden la vida en el territorio saqueado de toda guerra.

Pérdidas casuales. Frutos caídos del árbol envenenado que siembra la geografía del terror. Pero esos frutos nunca terminan de perecer. Son absorbidos por las fauces de la tierra y se diseminan de manera imperceptible hasta que vuelven a germinar donde quieren.

O donde pueden.

Olvidar les permite a los desmemoriados huir hacia adelante, lejos de los coletazos del dolor, y aventurarse a todo galope hacia las tierras auspiciosas de la conquista personal. Olvidar convierte al daño en un efecto colateral y al consuelo en limosna. Porque ¿quién querría detenerse demasiado a conversar en las trincheras del desconsuelo donde se corre el riesgo de debilitarse en ese acto de sometimiento que es recordar?

En un mundo que solo tolera las batallas que reditúan intereses y ganancias no cabe la idea de volver sobre los propios pasos para recolectar las piezas que reconstruyan la identidad nacional. Es mejor delinear un identikit fiel a las agendas personales. Aunque el rostro verdadero quede desfigurado y la verdad se aleje de la luz y de toda chance de paz.

Por eso se promueve la industria descarnada de la desmemoria o de la memoria parcial. Una factoría que selecciona los cortes que mejor se adapten al paladar de quienes imponen el olvido como moneda de cambio. Un sistema hecho a medida de las ambiciones de poder que no implique trastabillar en sensiblerías del pasado ni caer de rodillas ante el impacto imperecedero del dolor.

Para ello es necesario servirse a las víctimas en una tabla de Procusto ajustando la memoria a conveniencia, mojar el pan de cada día en la sangre derramada y chuparse los dedos luego del calculado festín.

Casualties. Pérdidas colaterales.

Un costillar de restos humanos invisibles se les sirvió hace poco a los comensales de turno en Aeroparque mientras el avión Skyvan repatriado permanecía inmóvil detrás de la mesa como un mayordomo cautivo del horror.

El espectáculo grotesco de quienes se llenaban la boca con la desgracia ajena se transmitió en vivo. Una clase de antropofagia televisada en tiempo real.

¿Cómo no enmudecer?

Las palabras quedan inhabilitadas cuando se profana un dolor profundo. Lo único que existe en esa instancia es un silencio ensordecedor.

Pero el silencio es incómodo. Es preferible masticarlo y escupirlo entre bocado y bocado. Y tirar al piso los restos.

Somos una nación traumatizada por hechos desgarradores que dejaron y dejan hondas secuelas en el corazón de la patria y, sin embargo, de eso no se habla.

No es conveniente.

No le sirve a esa guerra que continúa siempre por otros medios y que espera un intervalo poco lúcido para agitar banderas, reavivar enfrentamientos y apropiarse del dolor ajeno como botín.

No, no es conveniente recordar ni traer de regreso la identidad perdida.

Lo conveniente es la desmemoria.

Tuerta. Inmóvil. Y en lo posible, muda.

*La autora es escritora

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