El Manual sobre Programas de Justicia Restaurativa elaborado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNDOC) señala que la justicia restaurativa consiste en una manera de resolver problemas entre la víctima y el victimario. Se trata de una solución alternativa al delito en la que se aspira al desarrollo de un proceso de diálogo entre quien delinquió y quien padeció el delito.
El origen de esta práctica es ancestral. Se remonta a los tiempos en los que en África, cuando una persona mataba a un miembro de su tribu, debía reparar, compensar a la familia del fallecido con la fuerza del trabajo. Incluso en Occidente, la práctica común de los germanos antiguos de resolver los conflictos mediante negociaciones privadas se prolongó en tiempos medievales hasta Carlomagno: cuando las partes no se ponían de acuerdo, la justicia estatal carolingia intentaba resolver el conflicto estableciendo una indemnización que el victimario debía pagar a la familia de la víctima.
Ya en el siglo XX, fue el propio criminólogo holandés LoukHulsman el que, en su afán de equiparar falazmente a las víctimas del Holocausto, que habían sido confinadas en los campos de concentración, con los presos por la comisión de hechos delictivos, avivó el fuego de la justicia restaurativa. Se sirvió, para ello, de una experiencia personal, en la que luego de que le robaran todas sus pertenencias de su casa y encontraran a los delincuentes, menores de edad, se hizo amigo de ellos y desalentó su “prisionización”.
En nuestro país no existe actualmente una legislación que regule de manera específica en qué casos puede emplearse esta práctica de la justicia restaurativa. Comúnmente, suele utilizársela de manera consuetudinaria en los casos de delitos cometidos por menores de edad. Sin embargo, cada vez se escuchan con mayor vehemencia las voces de aquellos que pregonan la aplicación de la justicia restaurativa para la generalidad de los hechos delictivos, lo cual incluye los casos de delitos graves. Esta idea reprobable, en la medida en que gana adeptos, encarna un gravísimo problema.
En primer lugar, significa dejar de lado uno de los tantos objetivos que posee la pena de prisión para quien comete, por ejemplo, un ilícito de envergadura como lo es un delito contra la vida: la finalidad retributiva de la pena. Tan denostada por los amantes del nihilismo penal, de la liberación masiva de presos y, en definitiva, de la implosión de la justicia penal (conocidos erróneamente como “garantistas”), la retribución del castigo implica la idea justa de que quien comete un delito debe pagar sus consecuencias y, en nuestro sistema penal, tales consecuencias implican la imposición de una pena de prisión para este tipo de casos graves.
En segundo lugar, evidencia un dilema ético: la víctima que debiera “negociar” con el victimario, cuando se está frente a un supuesto como el antes referido, ya no está. Los deudos no son ni debieran ser los tributarios del derecho a “resolver el conflicto” que le corresponde a quien lo padeció en carne propia. Éste es el otro talón de Aquiles de la justicia restaurativa que la mayoría de los operadores judiciales olvidan con el afán de despejar sus escritorios de causas y expedientes. Se pretende que el asesino pida perdón y que este pedido seacomunicado a los familiares del fallecido, pero, ¿quién es un padre, una madre, un hermano, una esposa para otorgar el perdón en nombre de quien ha sido asesinado? No se puede perdonar en nombre de un tercero.
En tercer lugar, cabe preguntarse: ¿Por qué todavía se empeña la justicia secular en acudir a términos, formas y procedimientos religiosos, extrajurídicos, como cuando se habla de “perdón”, “arrepentimiento”, “reconciliación”?
Un caso completamente disparatado se observó cuando la jueza rosarina María Dolores Aguirre Guarrochena, previo a emitir su fallo en una causa que se iniciara con motivo de un brutal asesinato, escribió dos misivas, una a los familiares de la víctima y la otra al victimario. Este último era un adolescente de 17 años que ingresó al domicilio de Juan Cruz Ibáñez, un joven ingeniero que había sido reconocido por la NASA, y mientras dormía, le asestó salvajemente 26 puñaladas. Luego, el agresor se duchó en el baño de la víctima y se retiró del lugar con varios de sus objetos personales.
En ese contexto, la magistrada de la causa, en una desatinada actitud paternalista, caviló en su carta dirigida al imputado sobre el amor, el arte y hasta le sugirió que se comunicase con la familia de Juan Cruz para pedirle perdón y, de esta forma, poder “reparar” y “sanar” el delito cometido. El desacertado comportamiento de la jueza culminó con el envío al homicida de un “abrazo cordial”, en un claro gesto de desinterés por parte de la profesional de los códigos éticos y de imparcialidad que exigen su investidura. Si bien el acusado recibió una condena por el ilícito cometido, lo cierto es que se apeló a fórmulas de la justicia restaurativa, quizás con el espurio e indirecto deseo de la magistrada de intentar “contentar” a la familia de Juan Cruz frente a la irrisoria pena impuesta.
Promover directa o indirectamente la aplicación de la justicia restaurativa en hechos delictivos graves, como es el caso de los delitos contra la vida, constituye una oda a la impunidad.
Ante este desolador panorama que ofrece en muchas ocasiones la justicia penal argentina para las víctimas y para la sociedad entera, Usina de Justicia lucha para que jóvenes como Juan Cruz, cuya vida fue arrebatada de la manera más sanguinaria e implacable que pueda existir, obtengan justicia. Una justicia bien entendida, alejada de viles artimañas como la que encarna la justicia restaurativa cuando no corresponde aplicarla y en la que sean respetados los derechos humanos de las víctimas.
* La autora es especialista en Derecho Penal. Miembro de Usina de Justicia.