Parece cosa del lejano oeste, pero ocurrió en estos días y muy cerca de nosotros. Algo que se repite con frecuencia, debe señalarse.
Sin embargo, no resulta sencillo explicar , y explicarnos, este claro regreso de parte de la sociedad argentina a la tribalización más atroz.
Sectores de todo signo pugnan por auto adjudicarse derechos inexistentes, mientras otros se van adueñando de vastas secciones del Estado a expensas de los atribulados ciudadanos que aún quieren creer que no hay sociedad posible sin esfuerzo, trabajo y mérito. Y sin Constitución y leyes, por cierto.
El escenario es propio de una película apocalíptica, con calles tomadas por organizaciones que se adjudican dudosas representaciones a efectos de sentarse a la mesa en la que se reparten jugosos presupuestos; violentos y facciosos administradores de la pobreza ajena devenidos en interlocutores de un poder mediocre y amedrentado, sumados a quienes toman por la fuerza lo que no les pertenece, ante la complicidad silenciosa de organismos que desde el seno mismo del Gobierno dinamitan cada día el edificio institucional de nuestra Argentina.
No hay en ese marco límite que no pueda ser corrido, y códigos y leyes son reescritos e interpretados a pedido frente al común denominador del miedo que atenaza a intendentes, a gobernadores, a funcionarios, a ministros y hasta a presidentes que practican el arte de la explicación resignada frente a los hechos consumados y muchas veces irreversibles.
Mientras tanto, media sociedad asustada formula votos para no ser victimizada por la otra media sociedad descontrolada.
Hay muchas maneras de nombrar a esto: libanización, balcanización, tribalización, pero el resultado es, en todos los casos, el mismo: el retorno a la ley de la selva ,que carece de leyes, y a la ley de Lynch, que ya se aplica, mientras cada uno toma lo que puede.
Una de las normas no escritas pero harto conocidas de los experimentos totalitarios en el mundo -con mayor énfasis aún en los últimos tiempos- dice que en el comienzo de todo se trata de llegar al poder por medios legítimos para luego proceder a destruir toda forma de legitimidad, a los efectos de impedir que los ciudadanos dispongan de recursos para modificar el rumbo de las cosas.
Muchos entre nosotros trabajan en esa dirección, a espaldas de una sociedad agobiada por meses de una mala cuarentena y de una desastrosa conducción económica, con registros casi africanos de pobreza y de desempleo.
Claramente nos urge recuperar el imperio de la ley. Pero para eso se requiere también de una Justicia activa, equilibrada y sin miedo de actuar ante las presiones de los otros poderes. Lo que no es poco, dadas las circunstancias.
Pues si por un lado, el desprecio o la desaprensión en lo que se relaciona con el respeto a la ley nos puede conducir al autoritarismo, por el otro lado nos lleva a la anomia, a la falta de reglas de cualquier tipo, a la sociedad anarquizada.
Vale decir, una conducción que arremeta con las garantías constitucionales, o un poder débil que no ejerza ninguna conducción son las dos caras de la misma moneda en las que estamos arriesgados de caer si seguimos como vamos.