Estimado lector, hace varios años atrás mi abuelo me contó la historia de un famoso conquistador que, en un error de navegación, descubrió nuevas tierras y gritó su hallazgo a los cuatro vientos reclamándolas para su rey; izó en alto la bandera de su casa y la defendió con uñas y dientes de un grupo de salvajes soldados que terminaron con él en un calabozo imperial. Su castigo fue que nunca pudo aceptar que solo había llegado a las costas de su propio país. Tan grande era la gloria anhelada o, dicho de otro modo, la ideología sembrada en su alma, que toda la realidad circundante se volvió hostil y desconocida, trastocando mito en verdad y verdad en relato. El problema de la radicalización de las ideas reside en la alta probabilidad de errar el camino y no poder aceptarlo.
Dijo un gran escritor inglés que las herejías son verdades que se volvieron locas. Algo parecido ocurre con las ideologías, hay una verdad en ellas que opaca a otras verdades; las cuales, en ocasiones, son más evidentes e importantes. Existe cierto nivel de vehemencia en la persona que milita una determinada postura ideológica, algo así como una fe apasionada que impide ver con claridad toda la complejidad del mundo que le rodea. Esto promueve cierto desgaste psicológico como fruto de tener la respuesta a lo imposible. La tranquilidad que brinda la ideología es que ofrece una solución simple a todas las dudas complejas. El problema radica en un reduccionismo de la realidad a través de respuestas insípidas y amañadas que hacen germinar al famoso árbol que impide ver la totalidad del bosque y, en vez de rodearlo, el fanático decide declarar que el bosque no existe. En consecuencia, la negación del bosque genera el deterioro psicológico que escinde al sujeto de su entorno socio-cultural.
Ahora bien, ¿hay ideología en las escuelas? Se pueden hallar dos posturas antagónicas (Blanco& Negro) y teóricamente puras al respecto.
Una de ellas sostiene que el docente, al ejercer su actividad profesional, imparte algún tipo de adoctrinamiento. Este pensamiento somete al pedagogo a un elevado nivel de monomanía, obligándolo a reflexionar permanentemente sobre sus acciones cotidianas -por más simples y desinteresadas que estas parezcan-, ya que estarían generando un continuo conflicto social.
La otra postura, plantea que la acción docente solo pretende mantener el orden establecido en la sociedad y que todo acto pedagógico está despojado de cualquier tipo de halo ideológico, lo que revela un elevado nivel de ingenuidad o inocencia intelectual.
En efecto, ambos extremos carecen del equilibrio necesario para ser aceptados en toda su plenitud teórica y continuar ostentando algún grado de cordura profesional.
En cierto sentido, las convenciones sociales contienen -dentro de determinados parámetros racionales- la forma del proceder pedagógico. Estas conductas, al margen de estar normadas, también están aceptadas culturalmente. Sin embargo, los modelos ideológicos más radicales son los que proponen acciones militantes orientadas a modificar el statu quo con una clara intencionalidad pragmática y muy poca madurez intelectual. Hoy en día, parece ser que la relativización de la verdad ha puesto en duda a la misma realidad y lo “políticamente correcto” no necesariamente implica el concepto de “justicia”.
Sin lugar a dudas, esta utopía que llamamos “educación” descansa sobre la idea de construir un mundo mejor para todos, basado en el respeto a los derechos humanos mediante el entendimiento profundo de la identidad única del otro. Estos patrones ideales están orientados a promover una sabiduría que sirva al desarrollo del género humano y nunca para su sometimiento. Para lograrlo, se vuelve imperioso abrirse al conocimiento de la realidad sin sesgos ideológicos. La realidad tiene la virtud de despertar el asombro de quién la descubre debido a su belleza, tal como sostenían los filósofos de antaño.
Si un docente piensa que a través de una ideología puede mejorar la realidad, lo único que logrará es reducirla a un triste concepto sesgado que termina sometiendo a la razón en vez de liberarla. La base de este planteo se fundamenta en el hecho “puro y duro” de que una ideología no tolera el error y que el militante acérrimo renuncia a su capacidad reflexiva por un manual de procedimientos normados a la medida de la doctrina. La libertad es enemiga de toda ideología, es el principio rector que puede elevar los estándares de calidad educativa en el marco de una justicia social alejada de todo mísero egoísmo.
Se vuelve cada vez más claro que el “acto pedagógico” tiene un valor en sí mismo que trasciende cualquier ideología a lo largo de los milenios en que la humanidad se ha valido de él. La educación es la responsable de lo que hoy somos como sociedad y, para ello, siempre se tuvo que valer de un maestro. Decía Michael Fullan, en un viejo libro sobre reforma educativa, que “los docentes tienen el honor de ser, simultáneamente, el peor problema y la mejor solución en educación”; por lo tanto, dentro de un aula son los maestros los que tienen el poder de limitar la realidad o hacerla brillar.
Esto nos lleva a preguntar ¿Qué sería de aquel navegante si, en vez de negar la realidad circundante hubiese aceptado el acierto de redescubrir la belleza de su propio país?
¡Qué alegría volver a casa y mirarla con los ojos del asombro! Sin rencores por el error, sin negar que es su tierra, sin perder el juicio por una idea que se volvió loca.
*El autor es Doctor en Educación.