¿Quién se preocupa por la justicia ahora?

El veto presidencial a la reforma jubilatoria sancionada por el Congreso ha generado una gran polémica. La razón esgrimida por Milei para ejercer su atribución constitucional ha sido el equilibrio fiscal, argumento curiosamente ya usado en el pasado, por un gobierno de signo opuesto, para oponerse a una ley similar. La política y la economía se cruzan en esta controvertida medida. Sin embargo, tanto las decisiones tomadas por el Congreso y el presidente, como el análisis que de ellas hacen los medios y especialistas, han dejado fuera de su consideración un elemento central de la convivencia social y política: la justicia.

¿Quién se preocupa por la justicia ahora?

En 2010, hacia el final de su primer mandato, Cristina Fernández de Kirchner recurrió al veto para rechazar una ley del Congreso por la que se establecía el piso del 82% para los haberes jubilatorios. En cadena nacional, la calificó como una “ley de quiebra del Estado”, y atacó a los legisladores por su irresponsabilidad en pergeñar una norma imposible de sostener por el erario. Paradoja: justamente ella, que se presentaba como el hada protectora de los jubilados, rechazaba una norma que claramente los beneficiaba.

Hace algunos días, usando argumentos similares, Javier Milei vetó una nueva la ley de movilidad jubilatoria votada por el Congreso. Yendo más lejos que Cristina, llamó “degenerados fiscales” a los representantes que habían puesto en riesgo el sacrosanto equilibrio fiscal que el gobierno tiene como meta y principio cardinal de su política económica.

Si bien la salud fiscal del Estado fue el argumento, en ambos casos, para rechazar una norma que favorecía la situación de los jubilados, cuesta pensar a Milei como un presidente preocupado por la suerte de los más ancianos. De hecho, es fácil comprobar que son ellos los que han sufrido gran parte del peso del ajuste, aunque se insista en que es la casta política la más afectada.

En ambas oportunidades, la decisión política fue motivada por razones económicas; lo político se vio sometido a lo económico, aunque tanto el contexto, las razones, como el discurso utilizado para justificar la disposición fueron diferentes. En el caso de Cristina, debe recordarse que su gobierno se veía jaqueado, sobre todo desde la crisis del campo en 2008, por el ascenso de la oposición, lo que la llevó a la radicalización. Tomó la ley del 82% como un desafío ideológico a su proyecto político y, en consecuencia, la vetó. Y si bien la decisión respondía directamente a razones de política fiscal, y en esa dirección iban los argumentos esgrimidos, era en el fondo una cuestión política: desde esta perspectiva, era la respuesta sensata a una agresión política irresponsable de la oposición. El recurso a razones económicas servía, en el fondo, para reforzar su convencimiento de la superioridad de la política frente a la economía.

El caso de Milei es claramente diferente. Tanto su discurso como sus decisiones confirman su creencia en la preeminencia de la economía sobre la política. Si la primera es una ciencia sustentada en criterios de eficiencia y está constituida por las decisiones racionales de los individuos, la segunda es una actividad problemática y polémica que sólo obstaculiza el libre juego de los intereses individuales; equilibrio versus desequilibrio. Una se expresa objetivamente mediante principios y verdades indiscutibles, verdaderos dogmas; la otra es el ámbito subjetivo de los valores y de los intereses mezquinos, de la opinión y lo discutible. Por eso, el veto por razones fiscales, si bien es una decisión política, no es presentado discursivamente como tal, sino como expresión de racionalidad económica frente a la irracionalidad política. Este carácter racional y objetivo le quita a la medida, al menos según el presidente, cualquier rasgo de arbitrariedad. El mote de “degenerados fiscales”, incluso, le agrega a la medida un carácter de moralidad.

Extraña coincidencia entre dos políticos radicalmente opuestos, que por razones similares sacrifican al mismo indefenso sector social. En ambas decisiones hay también una extraña y ambigua relación entre presente y futuro. Los dos mandatarios se han mostrado, con esta medida, como responsables garantes del equilibrio fiscal presente como resguardo de la futura salud económica. El argumento es el mismo: el sufrimiento que les causo hoy se transformará mañana en alegría. Pero mientras Cristina supo aprovechar políticamente la situación, haciendo que el veto reforzara su imagen de gestora única de los beneficios de los más ancianos, el caso de Milei es más complejo. Si bien es verdad que pone al equilibrio fiscal como punto de partida para el crecimiento futuro, que ello acarree la mejora futura de las jubilaciones no depende tanto de su voluntad, de lo que él haga como presidente, sino de la dinámica propia de la economía. No es voluntad política, es certidumbre científica. Cierto es que en el primer caso el futuro era incierto y quedaba a merced de las decisiones del Estado –ergo, de Cristina-, pero no lo es menos en el caso de Milei, en que el porvenir depende de las supuestamente objetivas e ineluctables reglas de la economía. Lo que se ve agravado por su escaso interés por mostrarse sensible ante la problemática de los jubilados, más allá de ciertas vagas promesas de compensar con bonos.

Pero, como decíamos al comienzo, hay una cuestión de fondo que ha sido olvidada, aunque muchos la hayan invocado en sus declaraciones. Es el problema de la justicia. ¿Es el veto presidencial una medida justa o injusta? Podemos preguntarnos también si la ley lo es, pero nos interesa centrarnos en la decisión de Milei. Para contestar esta pregunta, es pertinente comenzar por reconocer que, por lo menos desde los griegos, la justicia es un requisito esencial del orden político. Si bien no constituye el fin inmediato de la política o del Estado, se erige en condición necesaria de toda actividad política, en la medida en que remite a la manera como tiene que realizarse y preservarse el orden político. Este carácter esencial se funda en un hecho: corresponde a la justicia, consistente en dar a cada uno lo suyo, conciliar los diversos intereses contrapuestos a nivel social, evitando el conflicto y manteniendo el orden social.

La política es de por sí una actividad polémica, tensional, guiada por las ideas, valores e intereses de los hombres. No obstante esta índole conflictiva, en tanto conducta humana orientada al bien común, busca consagrarse en un orden institucional y jurídico. Justamente, la política es la manera de resolver, a través de una regulación jurídica en términos de justicia, los conflictos sociales evitando sus consecuencias anárquicas. Pero, convengamos que para que ello sea posible, es necesario que todos los que constituyen la comunidad política, además de aceptar las reglas, perciban el orden resultante de la actividad política como un orden justo. Debe ser un orden sentido como justo, es decir, vivido como tal porque es justo.

Difícilmente el veto presidencial -confirmado parcialmente por la Cámara de Diputados el miércoles pasado- sea percibido por los jubilados como una medida justa. Castigados desde siempre por la política y la economía, cada gobierno, por más que argumente que sus medidas sólo procuran mejorar su condición, parece relegarlos un poco más al olvido y la pobreza. El problema de las jubilaciones es demasiado complejo, plagado de injusticias. Algunos, no sin razón, plantean que el problema ha sido la incorporación de una multitud de personas al régimen jubilatorio sin haber realizado los aportes pertinentes, de manera irregular e injusta. Quienes conocen afirman que el sistema ya estaba en crisis desde antes de estas moratorias y extensiones del beneficio. Pero en todos estos casos, fue el Estado el que los incorporó al sistema y, en consecuencia, salvo que se demuestre la ilegalidad, asumió el compromiso de asegurarles el haber mensual; no se les puede imputar a ellos ser una carga para el erario. Hay cosas peores: parece que hoy nadie habla del injusto régimen de las jubilaciones de privilegio –salvo para criticar a los más favorecidos por este régimen, como los ex presidentes Cristina Fernández y Alberto Fernández-, verdadera estafa social que repugna la justicia en cualquiera de sus alcances. Exceptuando las ilegalidades, en todo caso corresponde al Estado –es decir, a la política- encontrar la financiación para el sistema, con todos los que legalmente están adentro.

Las razones esgrimidas para el ejercicio del veto pueden parecer técnicamente irreprochables e indiscutibles: aceptar la ley implicaría un gasto excesivo para el Estado, poniendo en riesgo el equilibrio fiscal. Pero la pertinencia de los argumentos no hace más justa la medida. Se achaca a los legisladores, como en 2010, que han cometido la irresponsabilidad de dictar una norma que aumenta el gasto sin indicar las fuentes de financiamiento. Tal vez en esto también hayan cometido una injusticia. Pero también es verdad que corresponde al Ejecutivo, si entiende y comparte la justicia de la norma, determinar de qué manera se financiará; por ejemplo, recurriendo a la habitual reasignación de partidas. Eso, creemos, es lo que un sano criterio de justicia indicaría. Lo que despierta otra pregunta: ¿es justo que el equilibrio fiscal sea el fin de la política económica del gobierno? ¿No es confundir un medio, importante por cierto, con el fin? No es el lugar ni el momento para responder tales preguntas, pero ahí están interpelándonos.

En el fondo, lo sucedido con la reforma jubilatoria y el veto no es más que otra muestra de cómo la política suele olvidar el fin para el cual existe, su justificación última. Milei insiste en cargar contra los políticos, contra la casta, como culpables de todos los males. Ya hemos sostenido que gran parte de razón tiene en esta acusación. Pero lo que olvida, o esconde, es que él obra muchas veces como integrante de esta misma casta, con un total desinterés por los destinatarios de sus medidas. Lincoln definía a la democracia como “el gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo”. Esta visión idealizada del sistema democrático ignora que siempre es una minoría la que termina gobernando, en nombre y representación del pueblo. Minoría que habitualmente decide, resuelve y actúa persiguiendo sus propios intereses, no los de aquellos que representa. Sería una ingenuidad creer que todos los legisladores votaron la movilidad jubilatoria movidos por un genuino afán de hacer por lo menos algo de justicia por los jubilados. Es más lógico pensar que, salvo honrosas excepciones, lo hicieron como un “apriete” al gobierno, para forzarlo a vetar la ley y quedar mal parado frente a la sociedad. Cuesta creer que aquellos que no sólo no han mejorado, sino que han empeorado durante décadas la situación de los jubilados, y hoy se rasgan las vestiduras por su difícil situación y por el veto, de pronto, por obra y gracia de la perversidad de Milei, se hayan vuelto morales y justos. Como por arte de magia. Basta considerar la postura de muchos que en su momento apoyaron el veto de Cristina y lo defendieron por su sensatez, y hoy vociferan su apoyo incondicional a los más ancianos. Pero eso no tapa una evidencia: la decisión del veto no fue tomada por razones de justicia, sino de simple y fría racionalidad económica. En el medio, una vez más, los jubilados fueron, simbólicamente, sacrificados en el altar del equilibrio fiscal.

* El autor es profesor de Historia de las Ideas Políticas.

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